En su obra más famosa -El suicidio-, Émile Durkheim recalcó que el suicidio no es nunca un acto individual, sino que es siempre un hecho social, pues una de sus causas fundamentales es la falta de integración del individuo en la sociedad.
Es posible, pues, que recurrir a la violencia contra sí mismo, más que al grado de aflicción que atormenta al suicida, esté relacionado con el nivel de desconexión social que sufre. En otras palabras: cuanto mayor es la distancia que creemos ver entre nosotros mismos y la colectividad que nos sirve de referencia, es más probable que nos detestemos hasta tal punto de llegar a considerarnos objeto del violento de los sacrificios.Es una paradoja, pero la categoría de solitario de la que formo parte encuentra la razón de su misantropía cuando está con otros y, por ello, en el propio espíritu de contradicción.
De repente, siento la angustia remontar hasta la cumbre del pensamiento. Me veo viejo, en lucha con los achaques de la edad, con mi mujer enferma, mi hijo fuera de casa quién sabe dónde, en un apartamento plúmbeo, una vida plana, sin esperas pero con tantas rendiciones, días que pasan, cuestas que se vuelven cada vez más empinadas. Me veo atrapado allí.
El mundo me parte el corazón. Es esta la verdad, el último grado al que soy capaz de reducir la realidad. La pregunta que me hago ahora no es "¿por qué estoy deprimido?" sino "¿cómo es posible que no estéis todos deprimidos?".
La depresión es, simplificando mucho, la fatiga de ser uno mismo.
La raza humana progresa gracias a la incapacidad que tenemos los viejos a la hora de entender a los jóvenes.
Yo soy siempre mi principal obstáculo. Soy víctima de una actitud demasiado analítica. El cálculo, en mi caso, anula la voluntad. Medir la complejidad de todo, de lo más insignificante a lo más importante, es la causa de que aparezcan en mí la aversión y el terror.
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