28/11/07
Cada mañana hacía exactamente lo mismo, y en el mismo orden. Se levantaba, veía quince minutos las noticias en la televisión, desayunaba dos tostadas y un zumo de naranja, se duchaba, se lavaba los dientes, se vestía y salía de casa. Hubo un tiempo en que se cuestionaba la exagerada linealidad de su vida, pero ya no.
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Ese día, al terminar la jornada en la oficina, Nadia Offenbach, la única persona con la que una vez tuvo algo cercano a un sentimiento, aunque fuera indefinido, se dirigió a él para invitarle a cenar por su cumpleaños. Algo se arrancó en su interior a decirle que le gustaría mucho ir, pero pronto se aplacó cuando su cerebro puso el piloto automático en dirección a su sofá, su cena en la nevera, su basura sin sacar, su inalterable hora de acostarse. Así que su pereza monumental ante cualquier novedad en su esquema vital rápidamente le recondujo a acordarse de su contrato, pensamiento que le produjo un inmenso cansancio que le obligó a contestarle que esa noche tenía un compromiso ineludible y no podría ir. x Rubén Aliaga
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