4/6/08
Era uno de esos hombres adinerados que habían empezado desde lo más bajo en el mundo laboral, y le gustaba recordarlo, así como alimentar su ego asumiendo con orgullo para sí -y presumiendo ante los demás- el rol de hombre triunfador que siempre lograba lo que quería. Por eso cuando esa mañana, después de echarse la habitual última mirada de autoadmiración personal en el espejo, vio esa imagen detrás de él, lejos de asustarse sintió un ataque de rabia, que contuvo momentáneamente. El hombre trajeado que tenía tras de sí le recordaba un poco a él de joven, pero tenía los ojos vacíos, las cuencas como negros cráteres.
-Ya sabes a qué he venido, le dijo el hombre trajeado.
-¿Qué? Tiene que haber un error, en este edificio hay muchos ancianos, tiene que haber un error.
-La muerte no comete errores. Termina de arreglarte, que en cinco minutos nos vamos.
Intentó balbucear algo sobre la injusticia que se estaba cometiendo, que esto no era posible...pero él sabía que no había remedio. Empezó a sentir un ataque de ira cuando pensó en las sucias manos que acabarían haciéndose con sus pisos, su yate, su chalet en Brasil, sus tres coches, su joven amante, y especialmente toda su estratosférica cuenta corriente. No era justo, él merecía un gran final acorde con su elevado nivel social.
Se fue a la cocina, desesperado, y agarró el cuchillo más grande que tenía. Se descalzó y fue de puntillas al salón, donde el hombre trajeado sin ojos se sentaba en el orejero granate. Le cogió la cabeza por detrás y le degolló sin titubear ni un segundo.
Tan sólo unas horas después, las noticias del mediodía ya se hacían eco de la noticia de la extraña muerte de un famoso millonario, solo en su casa, sentado con su mejor traje en un sillón orejero teñido de sangre. A. Hurtado
0 comentarios:
Publica un comentario