"Arde este libro" (Fernando Marías). 1.ª parte Subrayadas (134)

8/12/21

Decir que algo ocurrió hace quince o veinte o diez años o un mes o un minuto es a la fuerza inexacto. Desde la primera línea de este párrafo, aquel suspiro de 1979 se ha alejado un poco más. Al terminar la página la distancia será mayor y mañana más y pasado mañana todavía más, y así hasta que no quede vivo nadie que tuviera noticia o eco de él, momento en que se adentrará sin protocolos en la nada.

En el lugar donde debió crecer una pareja excavamos un abismo. Pero esa vida fallida fue la que supimos construir y nada importa ya lo que pudo haber sido.

Triste destino el de la Biblia, deslumbrante epopeya colectiva de quién sabe cuántos escritores anónimos que ha llegado a ser el libro de cuyos textos mayor número de charlatanes, estafadores y asesinos se han apropiado a lo largo de la Historia.

¿De verdad era tan distinto nuestro mundo del cambio de siglo? Miro atrás y, sí, lo era. Para comprar un billete de tren te encaminabas, luciera el sol o tronase, hacia las oficinas de Renfe de la calle Alcalá y aguardabas turno en una cola interminable. Sí, éramos tú y yo los que algunos sábados por la mañana pasábamos un rato en el videoclub eligiendo con premeditada parsimonia las dos y a veces tres películas que alquilaríamos para ese fin de semana, cintas de VHS donde los rostros de los actores eran desvaídas manchas de color.

El otro día, en un encuentro con lectores adolescentes, pronuncié la palabra disquete e ignoraban qué era. A veces también ignoran qué es un magnetófono o un teléfono de pared con ranura para introducir las fichas, a veces ignoran incluso qué es Lou Reed. No reprocho, solo constato el protocolo del olvido.

¿Por qué seguíamos hablando? He intuido muchas respuestas, tal vez equivocadas todas. Restos de amor, vestigios de culpa. Algunas de aquellas conversaciones, si nuestros estados de ánimo se sintonizaban de forma adecuada, adquirían cierto rango ilusorio, a medio camino entre la magia y la impostura, una breve visita real a los remotos tiempos buenos que compartimos. Era falso, por supuesto, y supongo que también patético, pero cuando el chispazo lograba parecer cercano y verdadero lo agarrábamos al vuelo, sin dudar.

La narración de una muerte deviene siempre relato de ficción.

Fuiste joven y luminosa durante los mismos días de tanto tiempo atrás en que ellos también lo fueron, cuando jamás se nos ocurrió pensar que quienes estamos vivos y queremos seguir estándolo no podremos escapar de la vejez, a la que en los ratos de melancolía, si afinamos el oído, ya escuchamos venir sin prisa, como si quisiera estudiarnos para deducir cómo resultará más fácil y eficaz iniciar nuestro deterioro.

La amistad es una callada carrera de fondo que compite en desigualdad de fuerzas con los hitos caducos de la vida, tanto amores que nos deslumbran y serán nada como éxitos profesionales condenados a desvanecerse.

Borges, tan perdurable, afirmaba que el olvido es lo único a lo que una persona cabal puede aspirar. Por mi parte, acuño este epitafio y lo regalo a las generaciones de escritores por llegar: Recuerda: serás olvidado. Recuerda: arderás tú y arderán tus libros.

Ya se sabe que, para desear, nada es mejor que no conseguir lo que se desea.
El deseo saciado no deja memoria, en cambio el deseo insatisfecho se recuerda siempre.


Los brujos peligros de la fantasía están resumidos ahí, justo ahí, en la imagen del chico que quiere ser artista y, tras una noche de copas con enamoramiento no culminado incluido, inventa que ese vagabundo envejecido que bebe a dos metros de él, triste y ensimismado ante el fondo de su copa, es Corto Maltés, melancólico por las noches de Samarkanda que no volverán, o Alack Sinner extraviado en Madrid e incapaz de volver a su hogar en las páginas de Muñoz y Sampayo.

Si una persona amada pierde su felicidad interior hay que preguntarse por qué. Perder la felicidad es el asunto más serio del mundo, aun más serio que encontrarla. Indagar, cuando esa persona nos importa, es un acto de justicia y de amor.

Después de comer tomábamos café y luego una copa, todo ello todavía en el suelo, y cuando por fin alguien se levantaba para irse sentíamos, o al menos sentía yo, un chispazo de melancolía. Pero la tristeza duraba lo que un golpe de viento, porque enseguida partía nuestra expedición diaria hacia la noche, que era gloriosa solo por ser noche y solo porque la transitábamos nosotros.

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