"The young team" (Graeme Armstrong) Subrayadas (148)

24/3/23

Así se aprende en esta vida. De crío te enteras de casi todo, pero no entiendes casi nada. En el colegio no te enseñan a sobrevivir ni a follar, ni a beber ni a pelear; nada de lo que importa en esta vida. Eso te lo enseñan tus mayores: los veteranos. Ni educación social ni pollas en vinagre. La escuela de la vida son los colegas y el claustro de primos, hermanos y otros maestros que se toman muy en serio su deber de enseñarnos a cagarla en la vida. Cuentos chinos y leyendas urbanas: en eso se basa nuestra educación.

El éxtasis fluye por tu cuerpo y te hace bailar. Vuelas por encima de las nubes y te repites en la nebulosa química de la droga, en la confusión que hace que te tropieces con tus propios pensamientos. Estas fiestas duran días y días. Nos encerramos, echamos las cortinas y más alcohol y más pastis en esta aventura de MDMA al mundo de los químicos y la música y el alma. Sin purgatorio. Atajo al cielo subido en tiburones, molinos, tréboles con purpurina, playstations, coronas, cerezas, caritas felices, pumas, cohetes, Xboxes, Mercedes, corazones y putos Mitsubishi de doble cabina.

Todos los días me siento en la misma mesa y miro por las mismas ventanas de plástico sucias y pienso en cómo será mi futuro y el resto de mi vida. Fantaseo con pibones, aventuras y todo lo que me gustaría tener, coches y demás. De vez en cuando se me pasa por la cabeza que lo que la profa nos está martilleando en el coco podría servirme para conseguir todas esas cosas, pero es pensar en hacerle caso y se me derrite el cerebro. En cuanto me intereso por algo, me sacan los cuadernillos viejos de Gramática que tienen mierda para aburrir, me desespero y tiró la toalla.

Vivimos en tiempo prestado y cada segundo es un segundo robado y destinado a un fracaso inevitable. Cada momento es pura electricidad.

Hoy la muerte se parece mucho a un lugar fresquito a la sombra en comparación con tener que enfrentarse a la vida y estar despierto, pasando calor, tan solo una sombra sudorosa de lo que era: un tío joven y fuerte.

El sábado por la noche fue alucinante, pero incluso la euforia palidece ante las sensaciones tangibles de derrota, sinsentido y desesperanza. Soy un refugiado de mi propia existencia. Me obligo a levantarme y a salir de este pozo sin fondo. Algo de comer y el cálido torrente y vapor de una ducha me restaurarán al menos a una sombra de lo que fui y de mi propia humanidad.

Qué irónico, ¿no? El lugar del que tanto ansiábamos escapar se ha convertido en lo más parecido a un paraíso. La normalidad: el esquivo estado de paz que damos por hecho y que lloramos al perderlo para siempre.

Se hace eterno cuando te encuentras como el culo. Sientes que la vas a palmar en cualquier momento y tus pensamientos desconectan de la vida que tuviste, esa que una vez fue sagrada. Si la palmara esta noche, me iría de este mundo pensando demasiadas gilipolleces, sudando y anhelando cosas que no volverán: el paraíso olvidado de la normalidad. La cotidianidad mundana, la belleza de aburrirse hasta más no poder y los dramas familiares.

Dejar algo cuando todos a tu alrededor lo siguen haciendo es de valientes.

¿Qué les ha pasado a mis colegas de toda la vida, aquellos que lo eran todo para mí? ¿Qué promesas ofrecía mi siguiente etapa vital? ¿Seguir en una carretera en dirección a la nada, una mera sombra de lo que vino antes? ¿Dejar preñada a una piba del barrio y condenar a mis hijos al mismo ciclo ineludible de degradación, aceptación y repetición? Yo no quiero eso, ahora lo sé.

El suicidio siempre deja una sensación aniquiladora. Nadie quiere hablar del tema; es incómodo. Incluso cuando toca contárselo a la gente, es una palabra que nadie quiere usar porque da miedo, como si hablar de ello o pensar mucho en el tema pudiera pegártelo como si fuera una enfermedad contagiosa. Intento imaginarme caminando por el bosque por última vez dispuesto a cometer el acto definitivo de violencia contra uno mismo. No podemos saber lo que se le pasa a la gente por la cabeza. Eso es lo que se dice. «No podemos saber lo que se le pasa a la gente por la cabeza», así se lavan las manos. Pero claro que lo sabemos. Esas personas estaban sufriendo y también estaban asustadas y frustradas y solas y deprimidas y avergonzadas y marginadas o en una lista de espera para recibir ayuda. O ni siquiera llegaron a pedir ayuda y siguieron adelante a rastras, cojeando, hasta que ya no pudieron continuar. Llegados a cierto punto, el sufrimiento se vuelve desesperación y lo único que quieren es dejar de existir; creen que solo así se curarán de sus problemas y de su condición. Pensarlo me deprime y hace que me coma el coco. Ojalá que hubieran llamado y que hubieran gritado a los cuatro vientos que lo estaban pasando mal, y tú habrías hecho lo que fuera por ayudarlos, como haría todo el mundo, para alejarlos del precipicio de su abismo personal, para darles amor y agarrarlos fuerte, y no dejarlos marchar.

No existe la justicia, no como la pintan. Solo existe la policía, los juzgados, las cárceles y los curritos, que son los únicos a los que pillan. Limpian las calles para que los criminales de verdad, los que llevan corbata y dirigen el país, puedan mantener su segunda residencia en Londres, irse de vacaciones varias veces al año y asegurarse de que sus hijos saben esquiar y cosas por el estilo. Las familias iban al juzgado, fumaban nerviosas en la puerta. Siempre había una rueda de identificación de los sospechosos habituales: tipos turbios que se conocen entre sí y peña que conoces del colegio. Esperan y esperan mientras unos graduados con un buen sueldo a los que no se les da mal esquiar, flotan altaneros ataviados con largas togas negras. La policía, los agentes de la ley, existen para proteger a los legisladores y decirnos al resto que no demos mucho por culo. Los ricos, los exitosos y los que sacan buenas notas juzgan a los pobres, a los desgraciados y olvidados, para ellos patanes incultos que solo valen para mandarlos a los servicios sociales y multarlos, condenarlos y encarcelarlos una y otra vez. Los juzgados son tan ceremoniales como las iglesias, igual de arcanos, igual de sagrados.

Cuando por fin lo dejas parece que te pierdes algo. Pero qué va, todo lo contrario. El subidón del viernes es un viejo demonio y es listo, muy listo. Yo comprendí la verdad hace unos años, cuando me mudé y dejé de beber y drogarme. Quedarse en casa en lugar de salir de fiesta era un puto suplicio; eso para empezar. Era un sacrilegio, una traición a algo sagrado. Un finde tranquilo era un finde desperdiciado, porque no lo había vivido desde la locura. Esa sensación me duró un año; me pasé 365 días sintiéndome como un puto traidor y un aburrido de mierda. Me invadían furia y soledad por ser el único que se quedaba en casa, cuando las tropas, incluso mi chica, se habían pirado de fiesta. Pero fui el único que no se desvió de su camino y aquella soledad me hizo entender que ese camino es sagrado porque te redime y te libera de tener que vivir una y otra vez la misma mierda de siempre. Fue entonces cuando me di cuenta de que llevaba engañándome toda la vida.

Tu carácter se define por las decisiones que tomas y la vida que tienes suele ser el resultado de ellas.

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