"Cualquier verano es un final" (Ray Loriga) Subrayadas (150)

24/4/23

Vista cansada... Ja. ¿Por qué no decir la verdad? Me están arrancando la vida de los ojos.

Carezco de grandes ambiciones y no me duele lo que no tengo. Desde un principio, mi propósito sólo fue vivir la vida como unas discretas y largas vacaciones, y a eso, paradójicamente, he dedicado todos mis esfuerzos.

Si algo aprendí en el hospital es que no existe nada más aburrido que la enfermedad. Todos somos más o menos lo mismo en esas circunstancias, y la unidad de cuidados intensivos es una especie de factoría de ponte mejor y sigue o ponte peor y muere. Un hotel muy mal iluminado donde el check out puede ser a cualquier hora y en el peor de los casos, definitivo.

En una cosa llevaba razón: de jóvenes a todos nos encantaba hablar de la muerte, como si estuviéramos bailando con el diablo devoto en el alegre carnaval de Barranquilla. Pero, demonios, a quién no le gusta darse importancia a esa edad. Quién, estando aún tan lejos, no coquetea con el placer de dejar de ser, frente al continuo y pesado hastío de ser.

Por mucho que digan de la libertad individual y bla, bla, bla..., el amor no se ha inventado para andar por libre. El amor es una sola cosa, una sola casa y una sola causa, y negar esta estúpida razón es no estar estúpidamente enamorado.

Pensar en morir no es desde luego morirse. Es quizá tirar lastre en mitad de un vuelo impreciso. Asustar al miedo ante lo inevitable, haciendo ruido, golpeando una lata si acaso, como hacían los falsos nativos para ahuyentar al tigre en las antiguas películas coloniales de Hollywood, hacer el ganso, fingir coraje, distraer los días. Tal vez no fuera más que eso.

Darme mucha pena a mí mismo es la canción que yo prefiero.

¿No es ese el mayor mal de nuestras vidas, pensar que merecemos algo mejor?

¿No somos así todos, mitad lo que somos y mitad lo que no queremos ver que somos?

Por más que viajes, el mundo se parece mucho en una cosa: está la zona de gastar dinero y está la zona donde probablemente te lo roben. En ambos casos te vas a quedar sin lo poco que tengas, por idiota.

¡Qué suerte tienen los pájaros que nacen ya emplumados para el cortejo! Aun así, me eché un último vistazo en el espejo y me consolé como pude; no estaba muy gordo y no estaba muy calvo. A veces es todo lo que se puede pedir.

A mí la vida en general y la mía muy en particular no me interesa lo más mínimo. Su poquito de sol, su poquito de lluvia, dos alegrías, dos tristezas y a dormir para siempre.

Quiero soñar que ella, de reojo, me miraba. ¡Ah, la vanidad, qué causa innecesaria tan pegada a la piel! Se morirá uno mil veces y esa estúpida mancha no se irá nunca.

Es evidente que casi todo el mundo sueña con viajar en el tiempo. Supongo que no quieren darse cuenta de que ya están viajando por el poco tiempo que les queda. Se imaginan en la antigua Roma, pero vivos, y en el futuro, vivos también. Aunque sea latiendo con corazones alienígenas hechos de roca de sílice y respirando con pequeños pulmones de ratón. Cualquier cosa, cualquier causa, por absurda que ésta sea, merece la pena para algunos con tal de estar vivos. Nadie está dispuesto a considerarse muerto, ni en el cielo ni en el infierno. En todo cálculo debe incluirse el impertinente dígito de nuestra presencia. Hasta en la reencarnación algunos se imaginan convertidos en reyes o reducidos a insectos, pero vivos. Aunque sea condenados al aliento último y cuántico del polvo de estrellas.

Detrás del orgullo, alta y absurda empalizada, se acurruca el enano de la tristeza, que es lo que en verdad duele.

La mayoría de las mentiras fracasan en su intención por el exceso de datos; si uno se fija, la verdad nunca da tantas explicaciones.

¿De qué está construido el mundo sino de ciegos frente al espejo?

—¿Por qué? Bueno, trataré de explicarlo. Aunque en realidad es muy sencillo. Simplemente he perdido el interés y, lo que es más, cualquier atisbo de entusiasmo. Y quiero, por otro lado y por todos los medios (y esto es importante), evitar vivir ningún drama. No me apetecen las catástrofes, y la vida a la larga siempre las trae. Es imposible vivir mucho sin sufrir al menos un poco. No me apetece, no me apetece en absoluto. Ahora mismo soy feliz, y así quiero morirme.

Creo posible que la pereza alcance proporciones titánicas en algunos espíritus, y poca duda me cabe de que el de mi amigo era uno de esos elegidos raciocinios. Digo esto último sin rastro alguno de ironía, pues me parece una hermosa pereza. Una pereza luminosa y bienaventurada, tan alejada de la tiranía de los empeños que, vista desde fuera, no puede sino provocar envidia e incluso admiración.
Una lánguida pereza frente a la cual la muerte dulce parece la consecuencia más lógica.
El único camino.

Cada mañana soy plenamente consciente de que nada de lo que pueda llevar a cabo transformará el día en algo de valor y, fracasado en esa alquimia, no soy capaz de pensar en el tiempo que me queda por delante, que, más allá de resultar más o menos placentero, carece por completo de significado. La felicidad me provoca un tedio nauseabundo, y la dificultad me aterra. Así las cosas, sólo veo una salida lógica.

La muerte de un hombre es una gran nadería. Nada más terrible que una bombilla que se funde en una enorme tienda de lámparas.

Puede comprenderse que, si bien morirse uno no es gran cosa, ver morir a otro resulta de lo más desagradable.

Aquellos a los que amamos no deberían tener derecho al libre albedrío.

Los europeos de mediana edad bailando cualquier tonada, pero en especial ritmos latinos, siempre me han sumido en un estado de profunda melancolía. Una pena sólo comparable a la de descubrir el Kamasutra en la mesilla de noche de tus padres.

No ser capaz de terminar una tarea no le resta brillo al entusiasmo; hay cierta gloria en esto de intentar llevar a cabo grandes tareas a sabiendas de que se fracasará sin remedio.

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