24/4/23
Vista cansada... Ja. ¿Por qué no decir la verdad?
Me están arrancando la vida de los ojos.
Carezco de grandes ambiciones y no me duele lo que no tengo.
Desde un principio, mi propósito sólo fue vivir la
vida como unas discretas y largas vacaciones, y a eso,
paradójicamente, he dedicado todos mis esfuerzos.
Si algo aprendí en el hospital es
que no existe nada más aburrido que la enfermedad.
Todos somos más o menos lo mismo en esas
circunstancias, y la unidad de cuidados intensivos
es una especie de factoría de ponte mejor y sigue
o ponte peor y muere. Un hotel muy mal iluminado
donde el check out puede ser a cualquier
hora y en el peor de los casos, definitivo.
En una cosa llevaba razón: de jóvenes a todos
nos encantaba hablar de la muerte, como si estuviéramos
bailando con el diablo devoto en el alegre
carnaval de Barranquilla. Pero, demonios, a
quién no le gusta darse importancia a esa edad.
Quién, estando aún tan lejos, no coquetea con el
placer de dejar de ser, frente al continuo y pesado
hastío de ser.
Por
mucho que digan de la libertad individual y bla,
bla, bla..., el amor no se ha inventado para andar
por libre. El amor es una sola cosa, una sola casa
y una sola causa, y negar esta estúpida razón es no
estar estúpidamente enamorado.
Pensar en morir no es desde luego morirse. Es
quizá tirar lastre en mitad de un vuelo impreciso.
Asustar al miedo ante lo inevitable, haciendo ruido,
golpeando una lata si acaso, como hacían los
falsos nativos para ahuyentar al tigre en las antiguas
películas coloniales de Hollywood, hacer el
ganso, fingir coraje, distraer los días. Tal vez no
fuera más que eso.
Darme mucha pena a mí mismo es la
canción que yo prefiero.
¿No es ese el mayor mal de nuestras vidas, pensar
que merecemos algo mejor?
¿No somos así todos, mitad lo que somos y mitad
lo que no queremos ver que somos?
Por más que viajes, el mundo se parece mucho
en una cosa: está la zona de gastar dinero y
está la zona donde probablemente te lo roben. En
ambos casos te vas a quedar sin lo poco que tengas,
por idiota.
¡Qué suerte tienen los pájaros que
nacen ya emplumados para el cortejo! Aun así,
me eché un último vistazo en el espejo y me consolé
como pude; no estaba muy gordo y no estaba
muy calvo. A veces es todo lo que se puede pedir.
A mí la vida en general y la mía muy en particular
no me interesa lo más mínimo. Su poquito de sol,
su poquito de lluvia, dos alegrías, dos tristezas y a
dormir para siempre.
Quiero soñar que ella, de
reojo, me miraba. ¡Ah, la vanidad, qué causa innecesaria
tan pegada a la piel! Se morirá uno mil
veces y esa estúpida mancha no se irá nunca.
Es evidente que casi
todo el mundo sueña con viajar en el tiempo. Supongo
que no quieren darse cuenta de que ya
están viajando por el poco tiempo que les queda.
Se imaginan en la antigua Roma, pero vivos, y en
el futuro, vivos también. Aunque sea latiendo con
corazones alienígenas hechos de roca de sílice y respirando
con pequeños pulmones de ratón. Cualquier
cosa, cualquier causa, por absurda que ésta
sea, merece la pena para algunos con tal de estar
vivos. Nadie está dispuesto a considerarse muerto,
ni en el cielo ni en el infierno. En todo cálculo debe
incluirse el impertinente dígito de nuestra presencia.
Hasta en la reencarnación algunos se imaginan
convertidos en reyes o reducidos a insectos, pero
vivos. Aunque sea condenados al aliento último y
cuántico del polvo de estrellas.
Detrás del orgullo, alta y
absurda empalizada, se acurruca el enano de la
tristeza, que es lo que en verdad duele.
La mayoría de las mentiras fracasan en su intención
por el exceso de datos; si uno se fija, la
verdad nunca da tantas explicaciones.
¿De qué está construido el
mundo sino de ciegos frente al espejo?
—¿Por qué? Bueno, trataré de explicarlo. Aunque
en realidad es muy sencillo. Simplemente he
perdido el interés y, lo que es más, cualquier atisbo
de entusiasmo. Y quiero, por otro lado y por
todos los medios (y esto es importante), evitar
vivir ningún drama. No me apetecen las catástrofes,
y la vida a la larga siempre las trae. Es imposible vivir mucho sin sufrir al menos un poco.
No me apetece, no me apetece en absoluto. Ahora
mismo soy feliz, y así quiero morirme.
Creo posible que la pereza alcance proporciones
titánicas en algunos espíritus, y poca duda
me cabe de que el de mi amigo era uno de esos
elegidos raciocinios. Digo esto último sin rastro
alguno de ironía, pues me parece una hermosa pereza.
Una pereza luminosa y bienaventurada, tan
alejada de la tiranía de los empeños que, vista desde
fuera, no puede sino provocar envidia e incluso admiración.
Una lánguida pereza frente a la cual la muerte
dulce parece la consecuencia más lógica.
El único camino.
Cada mañana soy plenamente consciente
de que nada de lo que pueda llevar a cabo
transformará el día en algo de valor y, fracasado en
esa alquimia, no soy capaz de pensar en el tiempo
que me queda por delante, que, más allá de resultar
más o menos placentero, carece por completo
de significado. La felicidad me provoca un tedio
nauseabundo, y la dificultad me aterra. Así las cosas,
sólo veo una salida lógica.
La muerte de un hombre es
una gran nadería. Nada más terrible que una
bombilla que se funde en una enorme tienda de
lámparas.
Puede comprenderse que,
si bien morirse uno no es gran cosa, ver morir a
otro resulta de lo más desagradable.
Aquellos a los que amamos no deberían tener
derecho al libre albedrío.
Los europeos de mediana edad bailando
cualquier tonada, pero en especial ritmos latinos,
siempre me han sumido en un estado de profunda
melancolía. Una pena sólo comparable a la de descubrir
el Kamasutra en la mesilla de noche de tus
padres.
No ser capaz de terminar una tarea no le
resta brillo al entusiasmo; hay cierta gloria en esto
de intentar llevar a cabo grandes tareas a sabiendas de que se fracasará sin remedio.
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