24/2/24
En las callejuelas del barrio arreciaba el trapicheo. En Arrayán, en el Espumarejo, en el Pasaje Valvanera, San Luis arriba y abajo, los vendedores de hachís entran a los clientes: Quillo… tengo chicle, gomita; tengo la potensia. No así quienes trafican con heroína. Estos esperan a que sea el cliente quien dé el primer paso, quien entre al vendedor: ¿Tienes algo? ¿Tienes caballo? ¿Tienes jaco? ¿Tienes polvo? ¿Tienes burro? ¿Tienes potro? Los noventa y nueve nombres del espíritu. Pero aquella mañana no se oía relinchar desde San Marcos hasta el Pumarejo. Solo los tontos que compraron Cola-Cao creyeron escuchar el galope de algún pura sangre. Todo mentira. Quien sí triunfa hoy, esta mañana, es el Pureta, el mejor hachís desde San Marcos hasta el Arco de la Macarena. El Pureta es menudo y feo, su cara es simpática. Nos ofrece su goma con un peculiar movimiento de su mano derecha —el puño cerrado a media altura, horizontal y desplazado de derecha a izquierda—. Nada, no queremos hachís, vamos de otro palo, ¿es que no se nota? El Pureta menea la cabeza admonitoriamente, nos advierte con su gesto, cuidado con el caballo, primo.
Finalmente, qué era la vida. La vida era esto, la vida era morir. No iba a ser el primero. Su muerte sería tan insignificante como la muerte de todos los hombres muertos de este siglo y del pasado y del más pasado y del otro y del otro. Dentro de unos años… ¿quién recordaría a Luis Molina? Nadie. Luis sería como los muertos que tampoco él recordaba. Qué carajo le importaría a nadie su muerte. Todo era una cuestión de tiempo.
Era excitante huir de la madera. Si te salía bien, si escapabas, te encontrabas luego en la gloria. Qué placer escapar de las garras de la Justicia. Mentira, la clandestinidad es una paranoia.
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