17/11/24
Las certidumbres rígidas y
autocomplacientes de algunas personas religiosas –para el caso, de
algunos ateos– son algo que me parece desagradable. Es muy soberbio. Muy
beato. Me deja frío. Cuanto más inamovibles sean las creencias de
alguien, más pobres me resultan, porque han dejado de cuestionarse y la
ausencia de cuestionamientos en ocasiones viene acompañada por una
actitud de superioridad moral. El dogmatismo beligerante del actual
momento cultural es un claro ejemplo. Un poco de humildad no haría daño.
Creo que sería más feliz si dejara de contemplar el escaparate y entrara de una vez en la tienda.
¿Quién
dice que nuestros logros son la única verdadera medida de lo importante
en nuestras vidas? Quizá hay otras vidas que merecen la pena, otras
formas de estar en el mundo.
Es mucha la gente que
ha tenido una educación religiosa y ahora se resiste a la religión. Yo
me incluyo en esa categoría, hasta cierto punto.
Sí. Es triste, pero la religión organizada es el mayor regalo para el ateísmo.
Hablar
sobre estas cosas, el pasado, todas estas historias, me hace sentir
como si contara una vida distinta, de otra persona. Siento que son
historias del otro lado de un abismo profundo. No guardan ningún valor
para mí y me parecen un tanto superfluas. Puedo hablar sobre las drogas y
demás, pero el pasado no tiene valor, ningún significado intrínseco.
Representa toda una vida que ha sido cercenada y apartada de esta que
llevo ahora.
La música es uno de los pocos lugares
que quedan, además de la naturaleza al desnudo, donde la gente se puede
sentir asombrada, reverenciada y maravillada por algo que sucede en
tiempo real.
Probablemente encontramos las cosas que
nos gustan muy pronto y nunca nos alejamos mucho de ellas. En alguna
parte leí que es algo que sucede en el cerebro entre los dieciséis y los
veintitrés años, que nos hace superreceptivos, en especial a la música,
y que por eso nos apegamos fuertemente a canciones de ese período de
nuestras vidas. En mi caso, es así. Para serte sincero, no tengo ahora
el mismo apego a la música, o quizá no tengo la misma necesidad
fundamental que tenía entonces. Incluso cuando encuentro algo que me
vuela la cabeza, hay una distancia casi académica. No siento la
necesidad de entrar en bucle.
Actualmente la música
me resulta irritante la mayor parte del tiempo. Creo que puede tener
algo que ver con la edad y con el trauma, pero ¡también con el hecho de
que buena parte de la música de hoy es altamente irritante! Es decir,
supongo que siempre fue así, pero antes yo era más fuerte y resistente a
la estupidez. La ignoraba. Ahora soy vulnerable a ella. Me duele más.
¡Me lo tomo todo personalmente!
Antes, cuando leía
un libro que no me fascinaba, lo terminaba, porque creía en el claro
valor de leer ficción; era valioso por sí mismo. Actualmente no tengo
paciencia. Ni tiempo.
La pandemia nos ha ofrecido
una oportunidad para mejorar el mundo y la hemos echado a perder. La
hemos desperdiciado. Al principio, muchos sentimos que podíamos, como
civilización, dejar de lado nuestras vanidades, agravios y divisiones,
nuestra soberbia, nuestra insensible indiferencia hacia los demás, y
unirnos contra un enemigo común. Nuestro dilema compartido fue un regalo
que potencialmente podría haber transformado el mundo en algo
extraordinario. Para nuestra vergüenza, no sucedió así. La derecha se
volvió más escalofriante, la izquierda más demencial y nuestra ya
fracturada civilización se atomizó para convertirse en algo que parece
locura colectiva. Para mucha gente, a esto se ha sumado un cansancio,
una difuminación de nuestra fuerza y determinación y una menguante
creencia en el bien común. Como consecuencia, la salud mental de un
montón de gente se ha deteriorado.
No quiero que se malinterprete lo que digo, pero puede llegar a darse una
veneración enfermiza a una ausencia, una reticencia a superar el trauma,
porque es en el trauma donde vive el ser perdido y por lo tanto es el
lugar con significado.
Pasé un año en Twitter, no
activamente, solo siguiendo gente, pero al final terminó siendo
sumamente desesperanzador. Seguía a mucha gente que admiraba, que me
interesaba desde hacía años –gente con podcasts, escritores,
periodistas, pensadores públicos, críticos sociales– y me pareció que
las formas les perdían a casi todos. No a todos, pero casi. Al principio
pensé que era como el lejano oeste o el punk rock, pero Twitter es en
realidad una fábrica de producir idiotas. Así que al final me salí de
todas las redes sociales.
Tengo que decir que,
cuando me salí de Twitter, el mundo de pronto mejoró. Se volvió un lugar
mejor, y la calidad de mi vida mejoró de un modo incalculable. El sol
comenzó a brillar y los pajaritos a cantar en los árboles. No me sentía
mal físicamente, tan agotado y deprimido por todo. En mi opinión, las
redes sociales te enferman.
Me encanta este mundo,
con todas sus alegrías y su vasta bondad, su civismo y su total y
absoluta falta de él, su brillantez y su carácter absurdo. Me encanta
todo, y las personas que lo pueblan, cada una de ellas. No siento sino
gratitud profunda por formar parte de este lío cósmico. No tengo tiempo
para la negatividad, el cinismo o echar culpas.
Para
mí existe una lucha eterna entre mi lado racional y el lado que está
alerta a atisbos o impresiones o algo de otro mundo. Y, desde luego, yo
sé que no se puede tener un argumento coherente en estos temas. Mi yo
racional tiene todo el armamento, las grandes pistolas –razón, ciencia,
sentido común, normalidad–, y todo eso se impone por mucho al lado que
solo tiene sospechas y pistas y señales de algo más, algo misterioso y
velado. Pero aun así me parece, bajo las circunstancias actuales, que
desechar de lleno la existencia de estas cosas que viven más allá de
nuestros yoes racionales es, en el mejor de los casos, poco generoso,
¿no crees?
El dolor puede llevar a algunas personas a
lugares oscuros de los que sencillamente jamás regresan. Lo he visto a
menudo. La gente construye su mundo en torno a una ausencia, se endurece
y se enfada y se revuelve contra el mundo, y nunca se recupera. No hay
nada que los traiga de vuelta del abismo.
Existen
obviamente muchas razones por las que las personas deciden hacer arte o
música, pero, en lo que a mí respecta, la obra que yo hago es
completamente relacional; de hecho, es transaccional y no tiene validez
real a menos que esté animada por otros. No existe en su forma verdadera
a menos que se mueva como un bálsamo por los corazones de los demás. De
otra forma son notas y palabras y poco más.
La esperanza es optimismo con el corazón roto.
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