"Fe, esperanza y carnicería" (Nick Cave & Seán O'Hagan) Subrayadas (183)

17/11/24

Las certidumbres rígidas y autocomplacientes de algunas personas religiosas –para el caso, de algunos ateos– son algo que me parece desagradable. Es muy soberbio. Muy beato. Me deja frío. Cuanto más inamovibles sean las creencias de alguien, más pobres me resultan, porque han dejado de cuestionarse y la ausencia de cuestionamientos en ocasiones viene acompañada por una actitud de superioridad moral. El dogmatismo beligerante del actual momento cultural es un claro ejemplo. Un poco de humildad no haría daño.

Creo que sería más feliz si dejara de contemplar el escaparate y entrara de una vez en la tienda.

¿Quién dice que nuestros logros son la única verdadera medida de lo importante en nuestras vidas? Quizá hay otras vidas que merecen la pena, otras formas de estar en el mundo.

Es mucha la gente que ha tenido una educación religiosa y ahora se resiste a la religión. Yo me incluyo en esa categoría, hasta cierto punto.

Sí. Es triste, pero la religión organizada es el mayor regalo para el ateísmo.

Hablar sobre estas cosas, el pasado, todas estas historias, me hace sentir como si contara una vida distinta, de otra persona. Siento que son historias del otro lado de un abismo profundo. No guardan ningún valor para mí y me parecen un tanto superfluas. Puedo hablar sobre las drogas y demás, pero el pasado no tiene valor, ningún significado intrínseco. Representa toda una vida que ha sido cercenada y apartada de esta que llevo ahora.

La música es uno de los pocos lugares que quedan, además de la naturaleza al desnudo, donde la gente se puede sentir asombrada, reverenciada y maravillada por algo que sucede en tiempo real.

Probablemente encontramos las cosas que nos gustan muy pronto y nunca nos alejamos mucho de ellas. En alguna parte leí que es algo que sucede en el cerebro entre los dieciséis y los veintitrés años, que nos hace superreceptivos, en especial a la música, y que por eso nos apegamos fuertemente a canciones de ese período de nuestras vidas. En mi caso, es así. Para serte sincero, no tengo ahora el mismo apego a la música, o quizá no tengo la misma necesidad fundamental que tenía entonces. Incluso cuando encuentro algo que me vuela la cabeza, hay una distancia casi académica. No siento la necesidad de entrar en bucle.

Actualmente la música me resulta irritante la mayor parte del tiempo. Creo que puede tener algo que ver con la edad y con el trauma, pero ¡también con el hecho de que buena parte de la música de hoy es altamente irritante! Es decir, supongo que siempre fue así, pero antes yo era más fuerte y resistente a la estupidez. La ignoraba. Ahora soy vulnerable a ella. Me duele más. ¡Me lo tomo todo personalmente!

Antes, cuando leía un libro que no me fascinaba, lo terminaba, porque creía en el claro valor de leer ficción; era valioso por sí mismo. Actualmente no tengo paciencia. Ni tiempo.

La pandemia nos ha ofrecido una oportunidad para mejorar el mundo y la hemos echado a perder. La hemos desperdiciado. Al principio, muchos sentimos que podíamos, como civilización, dejar de lado nuestras vanidades, agravios y divisiones, nuestra soberbia, nuestra insensible indiferencia hacia los demás, y unirnos contra un enemigo común. Nuestro dilema compartido fue un regalo que potencialmente podría haber transformado el mundo en algo extraordinario. Para nuestra vergüenza, no sucedió así. La derecha se volvió más escalofriante, la izquierda más demencial y nuestra ya fracturada civilización se atomizó para convertirse en algo que parece locura colectiva. Para mucha gente, a esto se ha sumado un cansancio, una difuminación de nuestra fuerza y determinación y una menguante creencia en el bien común. Como consecuencia, la salud mental de un montón de gente se ha deteriorado.

No quiero que se malinterprete lo que digo, pero puede llegar a darse una veneración enfermiza a una ausencia, una reticencia a superar el trauma, porque es en el trauma donde vive el ser perdido y por lo tanto es el lugar con significado.

Pasé un año en Twitter, no activamente, solo siguiendo gente, pero al final terminó siendo sumamente desesperanzador. Seguía a mucha gente que admiraba, que me interesaba desde hacía años –gente con podcasts, escritores, periodistas, pensadores públicos, críticos sociales– y me pareció que las formas les perdían a casi todos. No a todos, pero casi. Al principio pensé que era como el lejano oeste o el punk rock, pero Twitter es en realidad una fábrica de producir idiotas. Así que al final me salí de todas las redes sociales.

Tengo que decir que, cuando me salí de Twitter, el mundo de pronto mejoró. Se volvió un lugar mejor, y la calidad de mi vida mejoró de un modo incalculable. El sol comenzó a brillar y los pajaritos a cantar en los árboles. No me sentía mal físicamente, tan agotado y deprimido por todo. En mi opinión, las redes sociales te enferman.

Me encanta este mundo, con todas sus alegrías y su vasta bondad, su civismo y su total y absoluta falta de él, su brillantez y su carácter absurdo. Me encanta todo, y las personas que lo pueblan, cada una de ellas. No siento sino gratitud profunda por formar parte de este lío cósmico. No tengo tiempo para la negatividad, el cinismo o echar culpas.

Para mí existe una lucha eterna entre mi lado racional y el lado que está alerta a atisbos o impresiones o algo de otro mundo. Y, desde luego, yo sé que no se puede tener un argumento coherente en estos temas. Mi yo racional tiene todo el armamento, las grandes pistolas –razón, ciencia, sentido común, normalidad–, y todo eso se impone por mucho al lado que solo tiene sospechas y pistas y señales de algo más, algo misterioso y velado. Pero aun así me parece, bajo las circunstancias actuales, que desechar de lleno la existencia de estas cosas que viven más allá de nuestros yoes racionales es, en el mejor de los casos, poco generoso, ¿no crees?

El dolor puede llevar a algunas personas a lugares oscuros de los que sencillamente jamás regresan. Lo he visto a menudo. La gente construye su mundo en torno a una ausencia, se endurece y se enfada y se revuelve contra el mundo, y nunca se recupera. No hay nada que los traiga de vuelta del abismo.

Existen obviamente muchas razones por las que las personas deciden hacer arte o música, pero, en lo que a mí respecta, la obra que yo hago es completamente relacional; de hecho, es transaccional y no tiene validez real a menos que esté animada por otros. No existe en su forma verdadera a menos que se mueva como un bálsamo por los corazones de los demás. De otra forma son notas y palabras y poco más.

La esperanza es optimismo con el corazón roto.

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