9/12/24
Luis Buñuel: "El día en que me encontré
a Buñuel en la esquina de Independencia con Santa Engracia, yo había
renunciado ya a ser surrealista, y sin embargo mi veneración por él no había
decaído. Fui incapaz de decirle nada. Me limité a detenerme y a verle pasar.
Cuando al cabo de unos instantes lo perdí de vista entre la gente, fui
consciente de que el recuerdo de ese encuentro breve y fortuito me duraría
toda la vida".
Carlos Barral: "El Barral de mi
último recuerdo tenía la estampa soberbia de un marinero de leyenda. Nadie
podía imaginar que fuera a morir cuatro meses después, en diciembre, con
solo sesenta y un años. Yo, que soñaba con sentarme alguna vez a su mesa
de L’Espineta, ya nunca participaría en sus discusiones sobre el alcance de
la meada de los animales salvajes".
Aurora Egido: "Por ejemplo, Aurora Egido, cuyas
clases eran un prodigio de erudición: parecía imposible que alguien supiera
más que ella sobre el Siglo de Oro. Pelirroja, atractiva, de rasgos
armoniosos, tenía algo de actriz francesa, a lo Françoise Dorléac, pero la
suya era una belleza exenta de coquetería, casi estatuaria. Cuando hablaba,
clavaba la mirada en algún lugar indeterminado por encima de nuestras
cabezas, y sus sonrisas, escasísimas, eran festejadas como las de Greta
Garbo en Ninotchka."
José Carlos Mainer: "Sus clases no eran clases sino
auténticas lecciones magistrales. Cada una de ellas parecía una conferencia
en cuya preparación hubiera tenido que invertir varios meses de estudio, y
en su discurso la literatura se mezclaba con el cine, la arquitectura, la
música, la pintura. Nada, en definitiva, quedaba fuera del territorio de su
curiosidad, y yo lo recuerdo distinguidamente abstraído, atento solo al hilo
de su propio pensamiento y a las múltiples ramificaciones del tema en
cuestión, que tan pronto lo llevaban a hablar de un cuadro de Maruja Mallo
como de las Misiones Pedagógicas, el cine de Buster Keaton o la
arquitectura racionalista".
Jorge Valdano: "El Café de Levante
había tenido que cambiar de ubicación algunos años atrás. Pese a que
conservaba el mobiliario original, el nuevo local había perdido el sabor de
época. También las cristaleras modernistas eran las originales. A través de
ellas solía ver paseando de la mano de su mujer a Jorge Valdano, que jugó
cinco temporadas en el Zaragoza. De andares lentos, enfundado en un
abrigo loden, su figura alargada tenía algo de espectral en la neblina
invernal de la calle Almagro".
Jorge Herralde: "Hace cuatro
décadas yo era para él «el joven Pisón» y a estas alturas de la vida sigo
siéndolo. Cuando le oigo llamarme así, me parece estar oyendo al Herralde
de entonces y vuelve a mí la primera imagen que tuve de él: una gran
cabeza como esculpida en bronce, la cabellera abundante y con tendencia a
erizarse, la camisa a medio abrochar, la americana con coderas, un desaliño
calculado y estiloso, el cigarrillo siempre entre los dedos".
Álvaro Pombo: "Histriónico unas veces, apayasado otras, brillante siempre, aliñaba con
largos silencios y gesticulaciones excesivas una conversación que oscilaba
entre la banalidad y la metafísica. Su poderosa presencia, con esa extraña
barba sin bigote, ese porte estrafalario, rozagante, y esas patillas
centroeuropeas de bebedor de cerveza, cambiaba de año en año. El gordo
sin complejos que reía sin parar y contenía su enorme barriga dentro de un
chaleco reventón se convirtió al año siguiente en un sombrío existencialista
con aspecto de pastor luterano y al siguiente en un culturista de músculos
tensos y tez aceitada".
Enrique Vila-Matas: "Formábamos una
pareja extraña, yo con el pelo de punta y esas cazadoras de cuero que se
llevaban entonces, él mejor peinado y sobre todo mejor vestido, siempre
con elegantes americanas de Antonio Miró. Enrique practicaba el dandismo
de una manera espontánea, natural, como si no fuera consciente de vivir en
un mundo más bien aplebeyado. Sostenía siempre un vaso de whisky a
medio consumir y fumaba mucho pero sin ganas, por el puro afán de sujetar
el cigarrillo entre los dedos índice y corazón, la barbilla apuntando hacia el
cielo".
Javier Marías: "De
trato educado y amistoso pero no particularmente cálido, demasiado
centrado en su propia persona aunque no necesariamente vanidoso, ya
entonces Marías se veía a sí mismo como el futuro escritor de éxito que
acabaría siendo. La suya era la magnanimidad de los grandes maestros
cuando todavía no lo era. Lo que daba lo daba a cambio de muy poco:
admiración, nada más. Y no daba pocas cosas".
Luis Alegre: "Si algún día escribiera sus memorias, tendría que explicar,
entre muchas otras cosas, cómo se las arregló para pasar un jamón de Teruel
por el control de aduanas estadounidense cuando viajó a Los Ángeles con la
troupe de Belle Époque para asistir a la ceremonia de los Óscar. En
consonancia con su apellido, a Luis Alegre lo convierte en excepcional su
facilidad para repartir alegría, cosa que hace a manos llenas y sin desmayo:
por eso son tantos los que quieren tenerlo a su lado. Gran cultivador de la
amistad, a algunos de mis amigos más queridos (y no solo del mundillo del
cine) los conocí gracias a él".
José Antonio Labordeta: "Si ibas con él por
cualquier calle de cualquier ciudad, sabías que no tardaría en pararle un
desconocido para invitarle a probar el queso o el vino de su pueblo. Rocero
sin campechanía, cordial sin condescendencia, recio sin tosquedad, su
bonhomía y su llaneza naturales inspiraban la inmediata confianza de la
gente, que lo sentía cálido y cercano. Tal vez sin ser totalmente consciente
de ello, representaba ya lo que luego se llamaría la España vacía. Su
fórmula era tan sencilla como infalible: amor por lo propio y respeto y
curiosidad por lo ajeno.".
Javier Tomeo: "En la literatura de Tomeo hay
siempre algo tortuoso, sombrío, enfermizo, que se nos presenta casi en
crudo, como surgido directamente de las cavernas del subconsciente:
leyendo sus libros, todos somos un poco psicoanalistas. De Tomeo se decía
que era una especie de Kafka aragonés, y él replicaba acusando al checo de
haberle plagiado por anticipado. Se trataba sin duda de una boutade pero, si
me dijeran que nunca leyó a Kafka, me lo creería".
Bernardo Atxaga: "Entre las personas que conozco, puede que
sea la que tiene el carácter más afable. Se diría que en su infancia le
hubieran confiado la secreta misión de hacer más felices a los demás. Y no
es que no se enfade nunca: es que no se enfada por razones personales, que
es por lo que solemos enfadarnos todos. Si alguna vez lo he visto exaltarse,
ha sido por motivos abstractos: debates de ideas que no causaban heridas y
ni siquiera rasguños, lo que resultaba muy de agradecer en unos tiempos tan
violentos como los que entonces vivía el País Vasco".
José Luis Melero: "Seguía visitando Zaragoza con regularidad. Ahora la tertulia de El Ángel
Azul la capitaneaba José Luis Melero, el más sabio de mis amigos, el
bibliófilo por excelencia, cuyo magisterio bondadoso e insomne se abría
paso entre nubes de humo que olían a café cargado y tabaco negro. No creo
haber conocido jamás a nadie que fuera tan feliz leyendo. A José Luis lo
que le gustaba era leer, no escribir: prefería que escribiéramos los demás".
Miguel Pardeza: "Los domingos por la noche, lo que le gustaba era
precisamente hablar de libros, y no del partido de esa tarde. En aquella
Zaragoza de primeros de los noventa, sus mejores amigos eran escritores.
Ya por entonces, mientras cursaba la carrera de Filología, publicaba
artículos de crítica literaria y dedicaba largas horas al estudio de la obra de
César González-Ruano, que acabaría siendo el tema de su tesis doctoral. De
los futbolistas que he conocido, es el único al que cabría calificar de
futbolista intelectual, ese oxímoron insuperable".
Alfredo Bryce Echenique: "Sentimental, enamoradizo, depresivo,
caótico, bebedor imbatible, crooner de la literatura, humorista hiperbólico,
hombre cariñoso y expansivo pero también melancólico y solitario, lo
conocí por entonces".
Adolfo Bioy Casares: "Lo recuerdo en el hotel Palace, bajo la famosa cúpula de cristal,
sentado en un sofá a la espera de ser atendido por algún camarero.
Sonriente, tímido, elegante, extremadamente gentil, estaba ya muy viejecito
y, como tantos ancianos, se había vuelto invisible".
Antonio Muñoz Molina: "Lo había conocido en la grabación del programa
Tiempos modernos. Era todavía un funcionario del Ayuntamiento de
Granada, rollizo, con grandes mofletes y bigote de guardia civil, un andaluz
con humor pero sin guasa, hombre culto y discreto con el que podía
pegarme horas hablando de jazz".
Ana María Matute: "Durante aquellos días neoyorquinos la recuerdo siempre buscando
el momento de instalarse en el piano-bar del hotel y pedir un whisky bien
largo. Dura y tierna a la vez, guapa todavía, con un pelo plateado que
refulgía en la distancia, había empezado a ganar peso y protestaba con esa
voz de violín que tenía: «¡Lo malo no es ser vieja! ¡Lo malo es estar
gorda!»".
Félix Romeo: "Cierro los ojos y aún lo veo venir, sonriente, grande, vestido de negro,
con el morral lleno de libros a medio leer, con los brazos dispuestos para el
abrazo. Félix Romeo era inabarcable y quería abarcarlo todo: leer todos los
libros, ver todas las películas, escuchar todos los discos, estar en todas
partes. Le gustaba pasarse la vida viajando. Le gustaban las ciudades, todas
las ciudades, pero sobre todo le gustaba la suya, Zaragoza, y soñaba con
una Zaragoza en la que hubiera librerías y cines abiertos las veinticuatro
horas del día".
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