8/3/25
El alma y el cuerpo: dos arcos simétricos (uno ascendente, otro descendente) que parecen cruzarse en el eje impreciso, transparente, de los cuarenta.
Axioma existencial: no dediques tiempo a nadie con quien no sientas —siquiera levemente— la amenaza de la derrota.
Pitol, viejo y enfermo, languidece en Xalapa, morirá en breve, se irán todos los libros que ha leído, toda la música que ha oído y olvidado, se irán sus amigos y sus amores, también sus muchos fastidios, su extraordinaria suma será de repente mermada por una resta total y absoluta, brutal, indiferente. Quedarán en Xalapa, en Roma, en París, en Samarcanda, tal vez en Praga, gentes que atestigüen su talento y su encanto. Uno de esos contados autores, escasísimos, centauros angelicales, de los que te sientes amigo cercano a medida que vas accediendo a su obra.
La vida es un combate musculoso, barroco, turbulento y arduo: contra nosotros mismos, contra el mundo, contra el tiempo. Un partido rocoso y largo, difícil, por momentos glorioso, repleto de intrincados meandros, pasadizos secretos, extrañas piruetas. La muerte, sin embargo, es tan fácil, tan sencilla, tan rematadamente instantánea.
Se escribe mejor con un poco de tristeza en la sangre que con un poco de alcohol.
¿Qué conecta a aquel niño desdentado que golpeaba la pelota en el frontón, incansable, fulmíneo, durante horas, con este hombre que da sorbitos de bourbon, bien entrada la noche, rumiando su decadencia?
Debería haber estado todo el día escribiendo, pero una vez más se me han escapado las horas dedicado a extrañas naderías, a dulces bagatelas; pero cómo enfadarme conmigo mismo si eso es la esencia del existir: tardes que se deslizan hacia la nada, silenciosas, como barcas tragadas por las cataratas del tiempo.
«El goce decepciona; la posibilidad no».
Søren Kierkegaard
¿Por qué se comprende todo tan a destiempo?
Las finales de tenis se disputan los domingos, los domingos por la tarde, lo que equivale en términos existenciales a disputarlas sobre el abismo.
A veces pienso en el ejército invisible de los derrotados por el tenis, interesantísimo y oscuro ejército de fracasados del que orgullosamente formo parte (yo que cedí en la adolescencia, como un puente que un día colapsa, para no volver ya jamás). Miles y miles de niños, de adolescentes, de jóvenes, que queman su tiempo —su niñez, su adolescencia, su juventud— jugando a un juego que pulverizará sus sueños como el mortero tritura la tersa lágrima de la almendra.
¿Qué podría decirle el Nabókov delgadísimo y abismal de los años rusos, de las guerras, de la huida sin fin, al orondo y satisfecho Nabókov de los años americanos, de la placidez suiza?
¿No había otro mecanismo más dulce, uno que evitara la degradación —la propia y la de los demás—, una combinación mejor de tiempo y materia y memoria, una transición distinta, un juego más eficaz y más sutil, mejor equilibrado, que este tosco interruptor eléctrico de la muerte?
¿Para qué se viven las noches, los días, las cenas que no se recuerdan?
No hay apenas fotografías nuestras de los años ochenta, de los noventa. Esa ausencia de fotografías —limpios cortes transversales del tiempo, según Sacks— incrementa la irrealidad de los tiempos pasados, remotos, pues sostienen su debilitada estructura, su endeble entramado de fulgores y descensos, casi exclusivamente en las vigas irreales de la memoria.
El recuerdo de un recuerdo, el reflejo de un reflejo de un reflejo de un reflejo.
Todas nuestras intuiciones ya fueron intuidas, todos nuestros sueños soñados, todos nuestros deseos y miedos y anhelos ya sentidos, con exactitud matemática, por una multitud anónima; más de 100 000 millones de humanos nos han precedido en nuestro vals sobre este planeta.
La ausencia de registros vitales, más allá del brumoso Cinexin de la memoria, es una ventaja del anonimato, de la mediocridad, de la existencia poco notoria y de bajo voltaje del común de los mortales, y también de haber nacido antes de 1980: mientras que los rastros de mi juventud son prácticamente inexistentes (las cámaras digitales no se popularizaron hasta 2003 o 2004), los jóvenes —anónimos o estrellas— de esta época graban hasta la última raya que esnifan en los baños, estableciendo un registro constante de su joven combustión. Podrán así, dentro de veinte años, consumirse en el fuego lento de lo que fueron, removiendo las pavesas de su juventud con el atizador extraño de un smartphone.
Somos sobre todo sondas de nosotros mismos, sondas de esa gran oscuridad.
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