"Correo de otra parte" (Miguel Sánchez-Ostiz) Subrayadas (197)

11/8/25

"Correo de otra parte (1987-1988)". (Miguel Sánchez-Ostiz)

Pocas cosas nos ponen tanto en fuga, y nos desenmascaran de paso, como la enfermedad o la falta de salud del prójimo.

Hay ciudades, cada cual tiene las suyas, a las que uno vuelve de cuando en cuando con la esperanza de encontrar en ellas algo del entusiasmo juvenil más o menos borroso, por no decir perdido, y en las que busca no se sabe bien qué huellas de un pasado no tan lejano como se quisiera, o tal vez algo nuevo, distinto, estimulante, embriagador, y por las que acaba vagando desorientado, porque hay lugares, y sobre todo personas, que han desaparecido para siempre, fragmentos del decorado, minucias que han cambiado irremediablemente.

Cree uno detestar los viajes y sin embargo no deja de soñar en estar en otra parte, quizás tan sólo para tener la ocasión, el pretexto necesario, para regresar al punto de partida.

No pasar por las cosas como si éstas admitiesen siempre una segunda visita, como si el tiempo, la vida, nos fuese a conceder una segunda oportunidad, debería ser un propósito en el que merece la pena poner más empeño.

Ese temblor que se siente al advertir que uno ha sido otro en el pasado, otro bien distinto. Verse a uno mismo como a una matrioshka: una sucesión de rostros, de personajes, todos distintos, pero que guardan algún pequeño detalle en común. Encontrar una vieja fotografía, decir “han transcurrido veinte años” y no sucumbir a la tentación de quedarse sobrecogido. Aprender a envejecer.

Noche de la que prefiero no recordar cosa mejor que la luz del sol al amanecer, tan parecida a la que recuerdo haber visto iluminando la ciudad una mañana de julio perteneciente a un lejano tiempo de promesas, en el que uno esperaba y era esperado por una mujer poseída por una de esas raras pasiones de las que no se llega a saber más que cuando ya es demasiado tarde.

Uno rebusca en la memoria como si fuera un ladrón que asaltara una casa; y a veces no encuentra nada, lo deja todo patas arriba y tiene que regresar de nuevo a la noche con las manos vacías.

Anoto de la traducción española del 'Diario de Jules y Edmond Goncourt' (12 de Enero de 1860), citando a Flaubert: “Después de todo, el trabajo es todavía el mejor medio de escamotear la vida”. El trabajo, qué trabajo, a qué clase de vida se refieren... Un trabajo en el que uno ya no cree, o cree a medias, tal vez por cansancio, por extravío; pero sin el cual se vería abocado a quedarse mano sobre mano o poco menos. No apetece mucho.

El que a uno le dejen en paz en su propia casa o que uno pueda permanecer tranquilo sin incordiar ni ser incordiado, estimo que es, junto con el silencio, uno de los más altos grados de civilización.

El agobiante paso del tiempo está también en comprobar cómo los propios secretos y recuerdos se van haciendo cada vez más ajenos, van perteneciendo poco a poco al equipaje, a las miserables pertenencias de otro.

¿Quién vive más su vida? Aquel que se agita y bulle, y va de acá para allá sin poder o sin querer encontrar sosiego y acomodo, o el que desentraña el secreto de la rutina, aventa el hastío de la sucesión de días aparentemente iguales, ocupados en alguna tarea no siempre, no por fuerza, gustosa, en trabajo no siempre bien terminado... Y la enseñanza de que la vida intensa no suele estar en hacer o creer que se hacen muchas cosas, y las más de las veces de forma precipitada, sino en encontrar el secreto de la profundidad del tiempo, de la materia de la que estamos hechos.

Y le he visto desaparecer sabiendo que perdía algo en esa despedida; pero sabiendo, a la vez, que es la pérdida, el estado de pérdida continua, otra de las cosas que nos conforman y con la que tenemos que aprender a convivir, como con las propias taras.

Hablaba con un amigo de la depresión, de ese muro infranqueable que a veces nos cerca y nos impide sencillamente llevar otra vida que no sea la puramente vegetativa, y que está hecho de un dolor intenso sin herida ni dolencia aparente, de una imposibilidad de aceptar la vida tal y como viene dada o como vamos viviéndola, de un no poder, de un estar perdido, del miedo, del vértigo, del ahogo, de ese sentido y ese orden de las cosas que se esfuma, de brumosas querellas que se pierden, oscuras y lejanas en la memoria, de minucias, de bagatelas, de zonas insondables de sombra, de incomunicabilidad o del temor a ella, a no ser comprendido, de parálisis, de la zozobra de abrir los ojos a la mañana... De tantas cosas. No me entendía. Se le veía nervioso. Quería irse. Pero yo quería hablarle de ese muro que cerca un espacio que se tambalea, que amenaza con desplomarse sobre nosotros, con ceder bajo nuestros pies, y que no suele dejar en la memoria otro rastro que el de un tiempo no vivido, una suerte de agujero negro, un decir, no estuve, no fui, sabiendo que sí se estuvo, que algo hubo en esos días, en esas semanas, en esos meses, a lo largo de esos años en que uno vivió atrapado por la depresión, a merced de las pastillas, de las gaitas, del levantarse para derrumabarse y para volver a levantarse, y que resulta inútil buscar huellas, rastros, pruebas. Hablaba, ya digo, de esto y de otras cosas, de trucos para franquear el muro, porque es franqueable tarde o temprano, a pesar de todo, con la ayuda de alguien que nos sostenga, a pesar de que uno se sienta fácilmente herido y aún más fácilmente deprimido, y me he acordado de una lectura del verano pasado, Brilla el sol en París, de Fred Uhlman, otro texto autobiográfico escrito tardíamente, en una de cuyas últimas páginas su autor hace un resumen de su vida agitada y dice algo que me resultó revelador: “En lugar de disfrutar tranquilamente del resto de mi vida (...) a veces estoy demasiado deprimido para ver el cerezo en flor de mi jardín, la luna sobre el brezo y la sonrisa de mis hijos”. Subrayé entonces aquellas líneas y hoy las traigo a las páginas de este dietario por la luz que arrojan sobre esa vida no vivida.

Esa desaparición que consiste en un esfumarse, en desaparecer en una esquina, de madrugada y para siempre, dejando a la espalda un hueco que nadie advierte, y no regresar jamás. Tal vez sea éste uno de los sentidos de ese “cómo hay que vivir”.

Las líneas que abren Memorias de un antisemita de Gregor Von Rezzori: “Skuchno es una palabra rusa difícil de traducir. Significa algo más que un intenso aburrimiento: un vacío espiritual, un anhelo que atrae como una vorágine imprecisa y vehemente”. Esos hallazgos que le hacen a uno zambullirse en la lectura de tal o cual obra con la esperanza de que va a encontrar en ella una revelación que le concierne personalmente, una valiosa ayuda para poder explicarse el propio desasosiego, el mal de vivir.

Esforzarse o poner empeño en que alguien que nos resulta antipático, nos acabe resultando simpático no me parece que sea más que una fuente de equívocos y por tanto de problemas. Es lo mismo que atiborrarse de comida nauseabunda por ver de quitarle al manjar su regustillo a podre y de paladear el asunto como si éste fuera un plato regio: un despropósito... O cosa de enajenados.

De la depresión no saben hablar más que los que la padecen, y a veces ni tan siquiera ellos. No es fácil, se explica mal y quien te presta atención se impacienta enseguida... Te hace cansalmas.

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