29/9/25
Pensar en aquellos meses en Grecia siempre me avergüenza un poco. Me recuerda que fracasé en la empresa elemental de tener veintidós años y vivir subvencionada y despreocupada en un país extranjero. Visto con perspectiva, mi única obligación era generar los recuerdos de goce juvenil que me sostendrían en el gris posterior de la vida.
Decimos que una ciudad es bonita o espectacular o abominable dependiendo de cómo nos hemos sentido en ella. Paseamos con el corazón roto por las avenidas majestuosas de Viena y nos parecen de una frialdad incompatible con la vida, y nos enamoramos de un suburbio pestilente en el sur de Serbia porque allí hemos experimentado una sensación embriagadora de independencia y poder.
Dafni me enseñó que las personas a veces se alejan de forma brusca y definitiva y sin explicaciones, que donde pensabas que había una amistad de repente hay un cráter humeante, como de dibujos animados;
y que si te paras a mirar el cráter en vez de tirar adelante se convierte en un abismo oscuro que te sorbe las ganas de vivir.
Es difícil señalar el instante en que la excitación se convierte en tedio, y todo lo que había parecido fascinante empieza a sonar simplemente demencial. Pero el momento llega, y de un día para el otro la capacidad infinita de escucha es sustituida por una impaciencia mezquina y difícil de disimular.
Te encuentras frente a años o décadas de relación tibia y anodina, buscando motivos para poner punto final sin acabar de encontrarlos nunca, convenciéndote por último que los años o décadas invertidas son suficiente garantía de que la relación tiene valor en sí misma y en todo caso es preferible a la intemperie. Años más tarde pensaría que un destino como este no sería tan terrible como me lo había figurado a los veinticuatro, e incluso empezaría a verlo con cierto anhelo.
De una manera perversa, la incertidumbre y la inestabilidad pueden ser adictivas.
El mar es hipnótico, una superficie plateada que ondula, etc., pero debe pensarse como ácido sulfúrico que te consume en cuestión de minutos si caes. En 'El mar interior', Philip Hoare explica que antiguamente los navegantes no aprendían a nadar porque en caso de caer al agua era solo una forma de alargar la agonía.
Aún no lo he aceptado, pero la fascinación y el deseo se han desvanecido y los he reemplazado por una imitación sutil y verosímil de la fascinación y el deseo.
No contemplo la posibilidad de que nuestra historia pueda simplemente acabarse. Al habernos querido, hay implícita la obligación de seguir queriéndonos: romper este pacto es una puñalada ruin, un fracaso grandioso. Me digo que tampoco es una tragedia, vivir protegiendo la felicidad de otro sin esperar grandes satisfacciones.
Nacemos con una capacidad limitada para la sorpresa y el entusiasmo y si la agotamos demasiado pronto tenemos que capear el resto de los años con una sensación apagada de repetición.
La intemperie es un sitio cruel e implacable. Todo el mundo busca el amor o alguno de sus sucedáneos, ya sea sexo o compañía, pero todo el mundo siente una repulsión infinita frente cualquier indicio de esta hambre en el otro. Hay que ser frío y metódico, asumir que habrá bajas por el camino; parecer indiferente es primordial.
Leonard Cohen describió la principal lección de la poesía de Lorca de la siguiente manera: «Si hemos de expresar la derrota inevitable que nos espera a todos, debemos hacerlo dentro de los confines estrictos de la dignidad y la belleza».
El relato que acababa de escuchar abría la vida a posibilidades insospechadas, pero también subía el listón de lo que tenía que ser una historia de amor. Tenía que ser algo grandioso e imparable, una apisonadora que allanara todos los obstáculos y se impusiera inevitablemente. Tenía que significar el encuentro con un alma afín, quizá la única que existía; un reconocimiento profundo y absoluto y triunfal.
Cuanto más se adentra alguien en la carrera de periodismo más transparente se vuelve el hecho de que la carrera no tendría que existir, y que su única utilidad es la de enchufar estudiantes a los medios donde trabajarán sin cobrar, devaluando su trabajo y de paso el de los empleados remunerados de la empresa.













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