"Macrofestivales" (Nando Cruz ) Subrayadas (203)

11/10/25

Las pantallas son el gran timo del rock’n’roll, un invento tan diabólico como los gastos de gestión por la venta de entradas. En el momento en que un festival coloca una pantalla junto al escenario para que veas mejor el concierto, está explicitando que la entrada que compraste no te garantiza en absoluto que puedas ver bien el concierto.

La sensación al entrar en un festival es inolvidable: ese subidón de adrenalina instantáneo, esa sensación de victoria (por haber superado todas las colas, por haber llegado a la hora deseada, por cruzar ese umbral que deja atrás el mundo real), ese barullo sónico que te abruma y del que ya no te vas a desprender en días, esa mezcla de olores de decenas de propuestas gastronómicas...

Patrocinadores de refrescos y telefonía contribuyeron en su día al auge de esa escena. Mientras el FIB daba sus primeros pasos, las agencias de publicidad veían en el indie español un filón que explotar. Undrop y Australian Blonde anunciaban Pepsi, Los Piratas anunciaban Amena, Dover anunciaba Radical Fruit... El planteamiento parecía infalible, ya que era una música consumida por un público de clase media real o por lo menos aspiracional; público con recursos económicos, con capacidad para influir y opciones de ser influido. Las marcas dieron alas a un subgénero de popularidad discreta y este se convirtió, contra todo pronóstico, en dueño y señor del circuito español de festivales.

Esta voracidad casi patológica, ese pánico a estancarse o, peor aún, a decrecer, alimenta la personalidad excesiva de muchos directores de macrofestivales. Hay perfiles de todo tipo: el mafioso, el mesías, el kamikaze, el victimista, el vendehúmos, el visionario... y el Fitzcarraldo, ese que exclama «¡Montaré un festival en este prado!», igual que Klaus Kinski gritaba enajenado «¡Quiero mi teatro de la ópera!» en lo alto del campanario de la iglesia de Iquitos. Y todos varones, por supuesto.

En la primera edición del FIB solo hubo un escenario. En la primera del Doctor Music Festival, un año después, ya había cuatro. Hoy se celebran en España festivales con hasta doce escenarios y más.

Camareros, vigilantes backliners, hands... La mayoría de los temporeros de festival no podrían pagar ni una cerveza con lo que cobran por una hora de trabajo. Desde luego, no en el DCode, que en 2022 las vendía a 12 euros.

El festival de música se ha convertido en un destino cuyo atractivo trasciende el nicho de los melómanos. Es un modelo de ocio en sí mismo. Como la ópera, el Cirque du Soleil o el Museo del Prado. Como el rafting, el Camino de Santiago o las Fallas de Valencia. Como la Fórmula 1, Disneyland París o ese fin de semana en Londres para ver un musical. El macrofestival es un parque de atracciones donde la música es la temática central, un Port Aventura para melómanos en el que también tienen cabida aquellos a los que la música no les apasiona especialmente. Los macrofestivales se han convertido en una opción de ocio ideal para treintañeros y cuarentones con pasta.

El sonido festivalero español se ha perfeccionado hasta el extremo de generar un cancionero específico para este contexto. Rebuscando en las discografías de los grupos clave de este subgénero, podemos encontrar letras que alimentan, desatan y hasta parecen describir ese clima épico y eufórico tan típico de las noches de macrofestival. Son metacanciones festivaleras como «Toro» (de El Columpio Asesino), «Aún no ha salido el sol» (de León Benavente), «Qué bien» (de Izal), «Cariño» (de Arde Bogotá), «Cientocero» (de Supersubmarina), «Mira cómo vuelo» (de Miss Caffeina), «Hay una luz» (Comandante Twin)... Da igual que sus autores pretendiesen evocar otro tipo de contextos o sentimientos. Esas letras sobre juergas infinitas, sobre perder las formas, sobre volar y dejarlo todo atrás o sobre noches que solo acaban de empezar han calado en el subconsciente de miles de espectadores y saldrán expulsadas de sus gargantas en forma de cañonazos autorreferenciales en cuanto el grupo en cuestión las interprete en el festival de turno. Son canciones cien por cien festivaleras de grupos con sonido festivalero que el público festivalero gritará a pleno pulmón en todos los festivales del país.

Shakira jamás aceptaría actuar en un festival a trescientos metros del escenario en el que a esa misma hora estuviese actuando Beyoncé. Nick Cave y The Jesus and Mary Chain sí.

Visto el apocalipsis pop que provocan los macrofestivales más gigantes, con riadas de turistas avanzando hacia el recinto como un ejército de termitas, urge retomar la pregunta de aquella tuitera: «¿Los festivales son a la música lo que los cruceros al turismo?».

Miles de melómanos se han ido retirando en silencio o perjurando a gritos que jamás volverán a pisar un evento así sin querer asumir una evidencia: que los macrofestivales no son para ellos porque hace años que ellos no son el público que buscan los macrofestivales.

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