La película se llama
“Amour”.
Trintignant y
Riva, los octogenarios, actores reales, vivos, se sitúan como los enésimos Georges y Anne, personajes ubicuos en las películas de
Michael Haneke. Podríamos ser ellos. Ellos son nosotros. Arrancan, ajenos al asedio a que van a ser sometidos por el Absurdo, disfrutando de un concierto de
Alexandre Tharaud, un pianista real que se interpreta a sí mismo en la película. Un Tharaud de ficción frente a un Tharaud real.
Un Trintignant de ficción frente al real, legendario actor europeo, posible víctima en la vida real del asedio al que se ve sometido en la ficción de Haneke.
Aquí la realidad y la ficción se mezclan, como una pesadilla durante el sueño.
Trintignant y
Riva no saben lo que les espera. O lo saben, como todos lo sabemos, pero lo olvidamos. El Absurdo aparece de repente, en un desayuno, o en el sueño, o en medio de un
impromptu de
Schubert. En medio de una bagatela de Tharaud. El Absurdo combatido por un antiguo cine europeo, con sus hechizos y sus servidumbres, recorrido por Trintignant en sus trabajos con
Rohmer, Costa-Gavras o
Bertolucci. En el caso de Riva, con
Resnais como piedra filosofal. Los dos intérpretes recorrieron un camino misterioso que estaba destinado a unirles, como al juez Kern que Trintignant bordó en “Tres colores: Rojo” de
Kieslowski y que nunca coincidía con la modelo Valentine cuando era un joven estudiante. El cineasta polaco estuvo a punto de reunirles, pero era en capítulos distintos de su trilogía de los colores.
Emmanuelle Riva aparecía en “Tres colores: Azul”, como madre de
Juliette Binoche. El azar de Kieslowski no les reunió, pero sí lo hizo el de Haneke, quizá el sucesor natural del cineasta polaco, a su vez sucesor de aquellos
Bertolucci, Resnais, Truffaut, Buñuel, Godard... que junto a otros crearon esa marca de cine europeo que queda hoy reducida a un último bastión defendido por pocos. Son otros tiempos.
Es tiempo quizá de otro cine, o de otra representación. Trintignant y Riva, ante el Absurdo, se refugian en el apartamento parisino que compartieron, y ante la desaparición del personaje de Anne, Trintignant queda solo, lúcido por un rato ante algo comprensible e incomprensible al mismo tiempo. No hay explicación. Nada puede decirse. Ya no valen las defensas de Bach, Schubert o Beethoven. Ya no sirven los libros, ni los cuadros, ni el amor. Llega un momento en el que nada sirve. Sólo queda la paloma. Sólo queda el misterio, y Trintignant ante el Absurdo. x Sergio Casado
3 comentarios:
¡Bravo!
Sí, podríamos ser ellos perfectamente. Cualquiera, y dentro de no tanto tiempo
Gracias al cine francés (desde luego no al español e italiano) el cine europeo resistirá
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