"La tentación del fracaso. Diario personal 1950-1960" (Julio Ramón Ribeyro)
¿Porvenir? Tanto nos hemos burlado de esta
palabra, que el solo pronunciarla me produce hilaridad.
No tiene fuerza. Es hueca. ¡Porvenir! Me parece
escuchar a Del Solar: “¡Porvenir! ¿Qué importa el
porvenir? Burgués, esclavo del trabajo... Deja al porvenir
que venga, que nosotros nos vamos”.
Gregorio Marañón me ha abierto los ojos a una realidad
presentida: “Todo diario es un lento suicidio”.
Soy muy cobarde para quitarme la vida. Por lo demás,
mi “yo” es un motivo decepcionante de observación.
El mundo es más atractivo. Debo volcarme en él.
No creo que mi felicidad
resida en el estudio, ni en la formación interior, ni en
la creación literaria. Para todo eso tendré tiempo más
tarde. El amor y la juventud, en cambio, son fugaces,
y debo asirlos desesperadamente antes de que se reduzcan
a mera invocación.
Nada me produce una melancolía más penetrante
que la revisión de mis cartas, fotografías y papeles
íntimos. Constatar el paso del tiempo es siempre
doloroso. Dentro de quince dias hará un año que
conocí a C. De todo esto sólo quedan papeles y
recuerdos, cosas a la postre inútiles. Me pregunto a
veces por qué no nos está permitido hacer un alto para
girar y penetrar en nuestro pasado.
Fuera de los términos medios perezco. La abundancia
me resulta tan perniciosa como la necesidad.
Repleta mi despensa, sepultado bajo paquetes de cigarrillos,
con cientos de marcos en los bolsillos, me
siento tan inquieto, tan desesperado y tan inútil como
en las etapas de peor miseria.
Apoyándome en Montaigne, le decía que una de las condiciones de la
amistad era la separación periódica de los amigos. La
ausencia robustece más la amistad que la presencia.
La presencia engendra la saturación, el hastío, a veces
la antipatía. Me ha sucedido muchas veces desear que
parta un amigo para no perderlo.
Algún día analizaré con calma los orígenes de mi
incapacidad para la vida social. Me gustaría determinar
la época exacta en que comienzo a sentirme
incómodo entre mis semejantes, a sufrir su presencia
como una agresión, a buscar la soledad y el silencio.
Nunca podré formar un hogar porque nadie soportará mi silencio.
Dejamos de vivir en la
medida en que recordamos. Toda evocación es tiempo
robado al tiempo.
¿Quién conoce mi faceta de animal nocturno?
Cuántas veces en mi cuarto, estando ocupado en
alguna lectura, he sentido penetrar por las ventanas,
por las rendijas de la puerta, el llamado de la noche.
Ponerse el abrigo y comenzar a caminar. Pequeñas
luces, cielos opacos o estrellados, gente que sale
lavada, peinada, en busca del placer. Estaciones en los
bares, sin precipitación, bebiendo a pausas un trago
fino, mirando, pensando, sintiendo operarse la transfiguración... De pronto ya somos otro: una de nuestras
cien personalidades muertas o rechazadas nos ocupa.
Nuestro cuerpo la portará, la soportará hasta el alba.
Luego la enterraré en alguna mala cama de hotel, en
alguna última copa que no debió nunca venir. Rostros
de mujer, bellas cortesanas, besos pagados, comedia
del amor, mis largas, mis incontables noches de bebedor
anónimo en Europa, ¿qué cosa me han enseñado?
Como dice La Bruyére: "Ninguna persona gana en ser
profundizada”. Los amigos que más estimo son aquellos
que no conozco completamente, es decir, que no
he querido conocer hasta el revés de la figura. La
amistad tiene una frontera natural que nunca debíamos
sobrepasar: más allá de ella el contacto se convierte
en colisión.
No concibo mi vida más que como un encadenamiento
de muertes sucesivas. Arrastro tras de mí los cadáveres
de todas mis ilusiones, de todas mis vocaciones perdidas. Hay un abogado sin título, un profesor sin cátedra,
un periodista mudo, un bohemio mediocre, un impresor oscuro y, casi, un escritor fracasado.