6/4/20
Supe por primera vez de Rafael Berrio en el magnífico programa de tve, "Mapa sonoro". Allí me intrigó quién sería aquel músico donostiarra ya entrado en años, y del que no había oído hablar a pesar de su dilatada carrera discográfica, primero con el grupo Amor a traición, luego Deriva y luego en solitario.
"Yo que no he encontrado nunca la razón de levantarme de la cama. Yo que no he entendido nunca la manía que nos hace amanecer. A mí que me es lo mismo que hoy sea hoy o sea mañana, díme tú amor mío, cómo iba yo a saber".
Fue cuando ya había editado sus álbumes "1971" (2010) y "Diarios" (2013), en los que me quedé totalmente atrapado por las letras más lúcidas que había visto y escuchado nunca en canciones. Pura poesía. En estos dos discos se forjó definitivamente su aura de artista maldito y de poeta de culto, además de la de músico singular y fuera de todo rango, de, como aparecía en el obituario de El País, el 'enfant terrible' del rock vasco, artículo en donde además lo describían como "demasiado indie para los cantautores y demasiado cantautor para los indies. Demasiado librepensador para los rockeros y demasiado rockero para los bohemios". Así era, inclasificable. Una admirable rara avis.
"Temo haber vivido mi vida como si ello fuera un simulacro. Como si yo tuviera el don de vivir por mí dos veces. De haber dejado a un lado la que importa en prenda de una vez futura, y haber malgastado en borradores la presente".
Muy poco después de haberlo descubierto, la casualidad quiso que en una visita de fin de semana a San Sebastián me lo encontrara, poco después de bajar del tren, en la puerta de un bar en su barrio de Gros. No me decidí a acercarme, pero sí que pude conocerle personalmente algún año después en un concierto en La Lata de Bombillas, donde las pocas personas asistentes (los conciertos a los que asistí siempre fueron un pequeño lujo de cercanía, más allá de la incredulidad que me invadía cuando veía congregada a tan poca gente) pudimos acercarnos a su cordialidad. Difícilmente se me olvidará la jocosidad y la ironía con la que trató (y consiguió) colocarme su disco "Una canción de mala muerte" (de su grupo Amor a traición, 1997), describiéndolo con media sonrisa como "un disco descatalogado e inencontrable".
"A estas alturas, cuando todo queda atrás, cómo puede sorprenderte a ti que vayas perdiendo, cuesta abajo como vas, la alegría de vivir".
Poco a poco fui descubriendo la esencia de las canciones, su esencia. Esa que miraba y nombraba a Baroja, Nietzsche y Cioran, que se emparentaba cultural y literariamente con paisanos como Karmelo C. Iribarren y Diego Vasallo (bonita también su despedida de Rafa en Efeeme) y musicalmente con Lou Reed, y que aparecía en películas del personalísimo y talentoso Jonás Trueba. En este círculo imaginario y real a la vez, ese que, mientras constata con certeza que la vida es descarnada, se agarra a la belleza que también encierra, yo era -y seguiré siendo- totalmente de los suyos.
"El signo variable de las intemperies, el vagar errante y solitario. El alma elevada en los alcoholes fuertes, la fiereza en los ojos deslumbrados. El pasar con nada, el mendrugo de pan, la indolencia a orillas del río. Dadme al clarear lo que es mío: la hermosa vida que amo".
Su muerte el pasado día 31 de marzo me ha dolido en lo más profundo como la de ningún otro artista, músico o figura pública admirada lo había hecho nunca antes. Lo que solo constata lo hondo que me había llegado su música y su mensaje. Podría terminar diciendo aquello de 'siempre nos quedará su música', lo cual es obvio, pero no me puede consolar pensar que no habrá un nuevo "Paradoja" (2015) o un nuevo "Niño futuro" (2019), su última gran obra. Pero sí, evidentemente, yo no dejaré nunca de seguir navegando por las aguas de sus canciones más eternas... x Fernando SoYoung
El arte es largo, la vida es corta.
Ahora que ya acaso no importa.
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