7/12/07
Bajo a las 16,30, rompiendo de mala gana la rutina de mi plácida siesta, para ver si encuentro menos gente en el supermercado. Ni por ésas. En realidad no hay demasiada gente, pero los cuatro gatos callejeros que hay en la fila que preside la desganada cajera llevan cada uno de los cuatro el gigantesco carro a rebosar de comida mierdosa: parece que hoy haya un 3x2 en productos rebosantes de colesterol. El caso es que, por fin, me toca a mí pasar por caja. Pero oh, qué raro, hay un problema con la cuenta de mi predecesora de 1,52 cm. con niño cabezón a su cargo: la nota asciende nada menos que a 77 euros y sólo lleva 72. Por supuesto, me doy cuenta de que si me hubiera puesto en la otra fila ya estaría saliendo por la puerta de la calle: en la elección de la fila, la ley de Murphy se me aplica con un tino atroz.
-Señora, además de los tomates tiene que quitar algo más.
-Bueno, pues la salsa de tomate.
Hoy es el día del tomate.
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Por fin me toca. Cuando estoy metiendo a toda prisa el aceite de oliva y las zanahorias, la bolsa de plástico -recién pagada- se me rasga. No importa, cojo otra. Pero, ay madre, cuando me agacho a por la sustituta mi cabeza queda a dos centímetros de la bragueta del ya nombrado señor amarillento Don Hedorfétido de la Pestilencia y Pútrido de Nauseabúndez, familia pudiente -y pudriente- donde las haya por estos lares.
Tres cuartos de hora después de mi incursión comercial entro en casa, y si algo no puedo negarme a mí mismo es que siempre hay algo fuera de serie que contar en mis visitas al supermercado. x Laminé Román
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