Momentos antes de este lento arreglo en la lista final de la señora, las fosas nasales suben a mi cerebro un olor de esos que marean al instante: miro al hombretón con cara de asesino en serie que hay al lado mío, y sólo me basta ver el pico de su camiseta interior para ver que ese color amarillento no es precisamente de una prenda recién lavada con Perlán. Ni con nada, desde hace por lo menos tres meses. Qué grima, vuelvo a pensar una vez más en que este establecimiento es el de ambiente más maloliente de todos los que haya visitado en cualquier parte de la ciudad, del país y del mundo, y no son pocos.
Por fin me toca. Cuando estoy metiendo a toda prisa el aceite de oliva y las zanahorias, la bolsa de plástico -recién pagada- se me rasga. No importa, cojo otra. Pero, ay madre, cuando me agacho a por la sustituta mi cabeza queda a dos centímetros de la bragueta del ya nombrado señor amarillento Don Hedorfétido de la Pestilencia y Pútrido de Nauseabúndez, familia pudiente -y pudriente- donde las haya por estos lares.
Tres cuartos de hora después de mi incursión comercial entro en casa, y si algo no puedo negarme a mí mismo es que siempre hay algo fuera de serie que contar en mis visitas al supermercado. x Laminé Román
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