14/7/08
Vuelvo del trabajo y me lo encuentro doblando la esquina de la calle San Martín. Voy con el coche por la Gran Vía y cruza delante de mí por el paso de peatones cuando paro en el semáforo. Salgo de una tienda de la calle Cinco de Marzo y casi me doy de bruces con él. Santiago, el hombrecico que se encargaba de abrir, cerrar y controlar hace veinticinco años la escasa actividad del Goya, un destartalado local de billares y mesas de ping-pong en el centro de la ciudad, es la persona que, por azar, más veces me he encontrado por las calles en toda mi vida. Son muchísimas, incontables en todos estos años desde entonces. Y en todas ellas, sin excepción, me he preguntado cómo habría sido y sería su vida, dura o apacible, qué comería cada jornada, si estaría en el paro y desde hace cuánto, dónde viviría, si tendría alguna molestia física que le haga andar con ese leve bamboleo, si amó alguna vez a una mujer o vivió con su madre hasta su muerte, si vivió en su juventud en otra ciudad, si hizo la mili o hasta dónde estudió...
Éstas y otras preguntas me hago cuando le veo, intentando cuestionar el perfil que de él siempre imaginé: pobre, excesivamente tímido, sin amigos, sin mujeres en su vida...una existencia plana, más miserable que plena.
En las últimas ocasiones, sin embargo, cada vez que le vuelvo a ver me da por pensar que es más que probable que Santiago, el hombrecico que se encargaba de abrir, cerrar y controlar hace veinticinco años la escasa actividad del Goya, un destartalado local de billares y mesas de ping-pong en el centro de la ciudad, sea más feliz, aún con la triste apariencia externa que proyecta, que el resto de comensales de la vida que me encuentro repetidas veces en mi transitar diario.
Nunca se lo preguntaré porque presiento que ese mismo azar que nos ha unido como conocidos invisibles -o desconocidos visibles- algún día me permitirá conocer la verdadera historia de su vida. x Boletus
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