18/12/09
Una noche cualquiera le sobrevino súbitamente un pensamiento claro a su mente: de tantísimas horas pasadas allí, a estas alturas ya parecía una decoración más de las fijas que había en el bar. Allí, al lado de las puertas del baño, y acodado en la barra con la punta del antebrazo casi forjando una pequeña hondonada en ella, se fijó además en que en el local, que en los últimos meses se había puesto totalmente de moda, sólo había alternancia de galápagos y chavalería. Por su aspecto observó que los galápagos eran cuarentañeros separados -incluso algún recién estrenado cincuentañero que en un alarde de reciclaje se había quitado la barriga lucida casi desde siempre- que salían en tromba disfrazados de sus hijos, y que la chavalería, por el bullicio que montaban, salía ya borracha de casa como había hecho él tantas veces a esa edad.
La metastásica angustia que esa noche se le estaba apoderando sin saber de dónde procedía, le empezaba a ahogar con parsimoniosa lentitud, aumentando aún más cuando se percató horrorizado de que, por primera vez que él recordara, no conocía absolutamente a nadie en el bar, ni siquiera a la camarera que había hoy. Se entristeció y, ansioso, no dejó de mirar fijamente a la puerta con imparable desesperación durante mucho rato, deseando con un interno frenesí -empujado por los posos del alcohol y la carcoma mental- que una cara conocida atravesara la puerta de entrada con una sonrisa al verle al fondo, como siempre.
Hubo de pasar más de una hora para que, por fin, entrara un rostro que para él tuviera algún sentido, ya entre las espesas brumas del vino tinto. Y enmudeció definitivamente cuando vio que no era una cara cualquiera, la de uno de sus habituales cofrades de barra, sino aquella que durante más largo tiempo estuvo deseando volver a ver. Pero no entraba sola, -casi mejor, pensó- así que, entre el galapagar y la chavalería, se ocultó la cara con la mano y pidió la penúltima. x Rubén Aliaga
La metastásica angustia que esa noche se le estaba apoderando sin saber de dónde procedía, le empezaba a ahogar con parsimoniosa lentitud, aumentando aún más cuando se percató horrorizado de que, por primera vez que él recordara, no conocía absolutamente a nadie en el bar, ni siquiera a la camarera que había hoy. Se entristeció y, ansioso, no dejó de mirar fijamente a la puerta con imparable desesperación durante mucho rato, deseando con un interno frenesí -empujado por los posos del alcohol y la carcoma mental- que una cara conocida atravesara la puerta de entrada con una sonrisa al verle al fondo, como siempre.
Hubo de pasar más de una hora para que, por fin, entrara un rostro que para él tuviera algún sentido, ya entre las espesas brumas del vino tinto. Y enmudeció definitivamente cuando vio que no era una cara cualquiera, la de uno de sus habituales cofrades de barra, sino aquella que durante más largo tiempo estuvo deseando volver a ver. Pero no entraba sola, -casi mejor, pensó- así que, entre el galapagar y la chavalería, se ocultó la cara con la mano y pidió la penúltima. x Rubén Aliaga
2 comentarios:
¿Y como se denominan pues a los que están entre los galápagos y la chavaleria?
Esos son los perdidos
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