Low Cost, fast food, young blood 1ª parte

25/7/10

Leía hace un par de meses el comentario de Kiko Amat en su blog en contra de los festivales y su enlace al artículo de Carlos Alonso Romero con la excusa del décimo aniversario del Primavera Sound renegando de este invento moderno llamado festival de música. Y bueno, con la experiencia que da el tiempo y el haber estado ya en unos cuantos, a los festivales, como a casi todo, se les puede sacar, además de la parte negativa, por supuesto también una parte positiva.

Y entonces -batallita de abuelo quizá- me remonto a 1995, año de nacimiento del FIB. Una experiencia innovadora en España, y que claramente tuvo su base en el amor a la música, a un determinado tipo de música, de sus creadores. A ellos les apetecía mucho ver a los grupos que trajeron a tocar, y el contagio fue inmediato. Y así, pudimos ver, uno detrás de otro y sin grandes aglomeraciones, a grupos como The Pastels, Ride, Cranes, Supergrass, Gene, Carter USM, Heavenly, The Wedding Present, Echobelly y unos cuantos más. Sé con seguridad que la motivación de sus organizadores no era el amasar fortuna, porque sencillamente era imposible. Pero claro, rápidamente se vislumbró el negocio, y no era cuestión de desaprovecharlo. Y entonces el boom festivalero no paró de crecer, con Festimad, Doctor Music, etc., hasta llegar a hoy, donde a cualquier concentración musical que vaya más allá del clásico grupo titular + telonero se le cuelga el nombre de festival, y que proliferan sobre todo en vernao como setas en cualquier parte de nuestra geografía.

Hoy por hoy, lo importante es el negocio. No niego, porque no lo sé, si cuando los organizadores de los festivales comienzan su planificación se rigen por cachés y previsión de venta de entradas únicamente, o incluyen aunque sea un mínimo de interés personal por la música. La cuestión es que ahora un festival, por pequeño que sea, es un evento masificado en donde el cartel suele ser lo de menos: basta un par de grupos de renombre atractivos para explotar la taquilla, generalmente juvenil y veraniega, en donde la música es sólo un componente más del desparrame nocturno y fiestero. Posiblemente, de los 30 grupos que actúan en dos o tres días, el asistente medio pueda conocer a 7 u 8, con suerte. Y luego hay que hablar de la organización de escenarios y la coincidencia de grupos. Hay que meter a todos, con calzador o sin él, y casi siempre te pierdes a alguien porque coincide con otro, además de que de un escenario a otro quizá necesites recorrer un kilómetro entre la masa.

Es complicado seguir en la brecha. El festival tal como lo conocemos hoy se ha convertido en un monstruo que se ha comido con patatas y a toda velocidad al ingenuo pero entegrado amor a la música con el que quizá alguien pensó una vez que, ya que en algunas ciudades no podemos ver a determinados grupos casi nunca, estaba muy bien tener la oportunidad de pasar un bonito fin de semana repleto de momentos emocionantes viendo a algunos de tus grupos favoritos, uno detrás de otro, y sin peligrar tu integridad en el intento. O quizá toda esta parrafada lo único que deje entrever es que en realidad todo ha sido siempre más o menos igual y que lo ha cambiado es que yo soy –y me siento- más viejo.

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