22/10/10
La primera vez fue por casualidad. Salió de su garaje como cada mañana a las ocho y, tan sólo a unos metros calle abajo estaba ella, levantando su pálido brazo derecho para solicitar su taxi. Desde el principio notó una palpitación especial, más cuando, dentro del vehículo, la conversación fluyó con naturalidad y constancia, algo raro en alguien de muy pocas palabras como él.
Por aquel entonces ella era una mujer casada de treinta y pocos años, con dos hijos. Él ya rebasaba los cincuenta. Desde entonces, cada mañana él intentaba ser puntual para recogerla, a veces incluso hacía tiempo, aparcado a lo lejos en doble fila, hasta que la veía salir de su portal.
Con el tiempo, él la persuadió de que lo que más le convenía era que se convirtiera en su chófer fijo, que así podría reducirle la tarifa y ambos saldrían ganando. Ella aceptó y así pasó a ser su conductor particular, primero sólo para la ida a su trabajo y finalmente también para la vuelta.
Nunca le dijo lo que sentía por ella, y tampoco acertó nunca a percibir si ella lo había notado. Le parecía imposible que no se hubiera dado cuenta a tenor de las numerosas pistas que le había dado en multitud de ocasiones, pero su inseguridad e inexperiencia le hacían dudar siempre.
Pasaron los años y la relación se estabilizó, como un matrimonio que se veía media hora por la mañana y media hora por la tarde. Al volante, el taxista fue espectador y confidente de su divorcio, del que, a pesar del sufrimiento de ella, se alegró, y vio también un tiempo después cómo iniciaba una nueva relación con un dentista, de lo que, a pesar de la alegría de ella, se entristeció.
Un día, sin previo aviso, ella le esperaba a la salida de su trabajo con dos grandes cajas repletas de cosas. Ella le dijo que era su último día de trabajo, lo dejaba para disfrutar libremente de su tiempo. Paralizado por la sorpresa, él ni siquiera acertó a proponerle quedar algún día para seguir en contacto de alguna forma. Paró, como siempre, en la puerta de su casa, salió del coche, descargó las dos cajas y se dieron dos besos en las mejillas, un largo abrazo y un adiós que a él le envenenó de amargura, lo que no impidió que siguiera pasando todos los días delante de su casa. x A. Hurtado
Por aquel entonces ella era una mujer casada de treinta y pocos años, con dos hijos. Él ya rebasaba los cincuenta. Desde entonces, cada mañana él intentaba ser puntual para recogerla, a veces incluso hacía tiempo, aparcado a lo lejos en doble fila, hasta que la veía salir de su portal.
Con el tiempo, él la persuadió de que lo que más le convenía era que se convirtiera en su chófer fijo, que así podría reducirle la tarifa y ambos saldrían ganando. Ella aceptó y así pasó a ser su conductor particular, primero sólo para la ida a su trabajo y finalmente también para la vuelta.
Nunca le dijo lo que sentía por ella, y tampoco acertó nunca a percibir si ella lo había notado. Le parecía imposible que no se hubiera dado cuenta a tenor de las numerosas pistas que le había dado en multitud de ocasiones, pero su inseguridad e inexperiencia le hacían dudar siempre.
Pasaron los años y la relación se estabilizó, como un matrimonio que se veía media hora por la mañana y media hora por la tarde. Al volante, el taxista fue espectador y confidente de su divorcio, del que, a pesar del sufrimiento de ella, se alegró, y vio también un tiempo después cómo iniciaba una nueva relación con un dentista, de lo que, a pesar de la alegría de ella, se entristeció.
Un día, sin previo aviso, ella le esperaba a la salida de su trabajo con dos grandes cajas repletas de cosas. Ella le dijo que era su último día de trabajo, lo dejaba para disfrutar libremente de su tiempo. Paralizado por la sorpresa, él ni siquiera acertó a proponerle quedar algún día para seguir en contacto de alguna forma. Paró, como siempre, en la puerta de su casa, salió del coche, descargó las dos cajas y se dieron dos besos en las mejillas, un largo abrazo y un adiós que a él le envenenó de amargura, lo que no impidió que siguiera pasando todos los días delante de su casa. x A. Hurtado
2 comentarios:
Muy bonito, y viendo la foto, estupendo relato, Olé.
Gracias. La foto es de Hart Preston, (1 de enero de 1941).
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