Night games II Encuentros (44)

9/5/11


Era la calle. También el portal y el piso. Estaba seguro. Había recibido la información hacía apenas tres o cuatro horas y en las circunstancias que suelen acompañar a la nocturnidad –alcohol, ruido, dispersión-, pero en ese momento no le cabía la menor duda de que pulsaba el botón adecuado. Vaciló unos segundos pero si había ido hasta allí no era el momento de echarse atrás. El sonido del timbre se le antojó, no obstante, una suerte de estruendo en el silencio de la madrugada, por lo que apenas mantuvo su dedo presionado un instante. No hubo respuesta. Le pareció muy extraño, así que volvió a llamar, esta vez de forma más contundente, abstrayéndose del fragor que provocaba aquel portero automático. Tampoco hubo respuesta.

Definitivamente algo no cuadraba. Ella se había mostrado, desde el principio, tan entregada, que ni por asomo se había planteado tener que afrontar la situación en la que en ese momento se encontraba. Todo había ido inusitadamente rápido en el bar de turno, desde la frase tonta con la que se acercó a él, pasando por los consabidos temas convencionales, hasta llegar a darle su dirección para citarle más tarde (‘no podía dejar colgadas a sus amigas en ese momento’, adujo) después de ponerlo a cien con todo tipo de comentarios de índole picante y libidinosa. No era, desde luego, la mujer de sus sueños, pero hacía mucho que había dejado de ofrecer resistencia ante la pasión que le suscitaba recorrer un nuevo cuerpo, más desde que descubriera cómo ese factor novedad compensaba con cierta facilidad eventuales carencias en el otro factor principal, el físico. Así que fue hasta allí, decidido, resuelto y con su nivel de excitación invariado en relación a cuando se despidieron, emplazados, un rato antes.

La irrupción en la calle de un vehículo le sacó de sus cavilaciones. Buscó refugio a distancia prudencial en la entrada de un garaje próximo y rápidamente descubrió que era un taxi, el cual se detenía justamente a la altura del portal conocido. Su corazón se aceleró esperando que la persona que apareciera tras la portezuela que se acababa de abrir fuera ella, a quien seguramente sus amigas habrían entretenido más de la cuenta. Pero no. El individuo que bajó fue directo al mismo portal y, tras consultar algo que sacó de un bolsillo, pulsó un timbre. Tampoco obtuvo respuesta. Insistió con idéntico resultado. Consultó de nuevo la nota de su bolsillo y salió a la calzada para escrutar los ventanales.

Desde la entrada del garaje, el primer protagonista observaba la escena atónito, sin querer aceptar lo que estaba pasando por su cabeza. Su compañero de calle paseaba nervioso levantando de vez en cuando la mirada hacia la fachada del edificio y no tardó mucho en descubrirlo en su estratégica ubicación, así que comenzó a juguetear con su móvil, simulando escribir algo. A esas alturas ya estaba convencido de que ambos estaban allí por lo mismo y no era cuestión de perder el tiempo. Si la sibilina dama les había tomado el pelo, era cuestión de aclararlo cuanto antes, así que resolvió ir al encuentro del advenedizo y confirmar las sospechas que le reconcomían por dentro. No les faltaban ni tres metros para estar cara a cara cuando, ya con las miradas encontradas, un repentino sonido de motor llamó su atención. El nuevo automóvil, otro taxi, dejó a su cliente a poca distancia de ellos, concretamente en un punto que ambos conocían bien. Paralizados, no movieron un solo músculo mientras seguían los movimientos del recién llegado, en cuya trayectoria se vieron reflejados salvo por una pequeña diferencia; justo antes de que pulsara el demandado timbre, la puerta del inmueble se abrió, y un joven despeinado y con aspecto desaliñado le saludó con educación antes de perderse calle abajo. Esta vez alguien –una voz femenina, y familiar para los tres pares de oídos que la escucharon- contestó por el interfono.
- ¿Sí?
- ¿Isabel?
- ¿Quién eres?
- Carlos, nos hemos visto antes, en el Grifo.
- Sube.
A la tenue luz de una farola, dos siluetas seguían prácticamente inmóviles, testigos mudos del último hecho acaecido en la noche. Después de un pequeño lapso, suficiente para interiorizar y comprender definitivamente todo, ya no había tiempo para rodeos:
- Es tarde, ¿cómo vas de tiempo?
- Mal.
- Yo también.
Ninguno de los dos era un pipiolo, y quizá precisamente por eso no se pidieron más explicaciones sobre las razones que les impelían a volver a casa antes del amanecer. Sabían que, con suerte y siempre dependiendo del ímpetu con el que hubiera venido el último invitado, sólo quedaría tiempo para uno de los dos. Uno de ellos sacó una moneda, que giró en el aire antes de posarse, caprichosa, en el suelo.

Desde la ventana de un tercer piso, y tras una cortina apenas desplazada, una mujer los observaba. ‘A ver si gana el de la camiseta blanca’, pensó, antes de encaminarse hacia la puerta de su piso, que alguien golpeaba con suavidad. x Atreyu

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