Fotos rotas El arca del fanzinefable

22/2/14

"Fotos rotas" es un relato escrito por Ignacio Hangar y publicado en So Young#17, mayo de 2000. 

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Me volví, una vez más, hacia la fotografía. Había pasado tanto tiempo delante de ella que, realmente, no tenía necesidad alguna de mirarla para reproducir en mi mente cada detalle de su contenido. Pero necesitaba hacerlo. Me daba la impresión de que, en cualquier momento, Plaza dejaría de sonreír, retiraría su brazo de encima de mi hombro y, muy serio, me espetaría:
- Que sí tío, que sí, que mañana la dejo, te lo juro. Esta vez es de verdad. Mañana.

Sí, mañana. Le había escuchado tantas veces decir esas mismas palabras que los recuerdos fluían hacia mí en forma de vorágine incontrolada y salvaje. Y es que prácticamente desde que tenía uso de razón había visto cómo Plaza – al que siempre llamábamos por su apellido- no podía estar sin una tía a su lado. Parecía algo innato, consustancial a su persona, como si en su código genético algún dios juguetón se hubiera entretenido en grabar esa información con prelación sobre cualquier otra. Además, no se conformaba con verlas cuatro horas los fines de semana. No. Conocía a todos y cada uno de los miembros de la familia de todas y cada una de las mozas que habían conformado su prolija y casi interminable lista de conquistas; hasta tal punto, que ir con él por la calle podía llegar a convertirse en un histérico ejercicio de paciencia si, como ocurría a menudo, no dejaba de toparse con gente de todos los pelajes.

En realidad y en el fondo, empero, al bueno de Plaza le importaban muy poco las susodichas. Él sólo quería alguien a su lado, y cualquiera que estuviera cerca de él se podía dar cuenta. Me hacía gracia rememorar entonces casos aparentemente tan incomprensibles como los de Ana, a la que sólo faltaba invitar a Plaza a presenciar una de sus múltiples coyundas “extrarrelación”, mientras éste se limitaba a repetirse la eterna cantinela, “mañana la dejo, tío, te lo juro, mañana”, soportando impasible las continuas referencias que sus allegados le hacíamos sobre su calidad de oligofrénico. Él a lo suyo, pasando de todo y de todos. Quizá si Ana no se hubiera quedado preñada de aquel holandés negro que vino a estudiar a la ciudad, todavía seguiría con ella. O el caso de Eva, por contar uno antitético, que vivía por y para él. Daba igual, y también nos hartamos de advertirle de que cuanto más tardara en dejarla, más imprevisible podía ser la reacción de la incauta muchacha. “Mañana la dejo, chaval. De mañana no pasa. Por éstas”. Se decidió a hacerlo cinco meses más tarde, cuando Eva, a modo de sorpresa, le anunció un buen día que ya tenía todo arreglado para la boda, con su fecha, su cura, su ‘convite’, todo. Aún hoy, cuando me cruzo con el orondo padre de Eva parece recordarme con la mirada lo mal que lo pasó por culpa de mi amigo toda su familia, a la que costó lo indecible disuadir a su hija de su precipitada y, en principio, inapelable decisión de tomar los hábitos.

Plaza era así, engarzando sin solución de continuidad una relación vacía con otra con no más sentido para él. Nunca me paré a analizar seriamente si había alguna razón soterrada que llevaba a mi amigo a comportarse de semejante manera y, sinceramente, por más vueltas que le hubiera dado jamás hubiera averiguado la verdad que, desgarradora y cruel, me llegaría más tarde. Yo sólo acertaba a darme cuenta de que cada vez tenía menos tiempo para mí, para los dos, para aquellos viejos planes proyectados al amparo de ímpetus adolescentes. Había poco tiempo para hablar del nombre que le pondríamos a nuestro grupo de música, para decidir cuándo comenzaríamos a ahorrar para cruzarnos los USA de costa a costa, para hablar de él, de mí.

Para cuando Sara entró en la vida de Plaza, yo ya me había hecho a la idea de que no habría grupo y de que, mucho menos, iríamos a América. Pero para lo que nadie estaba preparado, comenzando por el propio Plaza, era para lo que ocurrió después. Sara le transformó. Y, en cierto modo, también le trastornó, pero la verdad es que nunca vi a Plaza tan feliz como lo estaba dejándose llevar por el torbellino que Sara encarnaba y del que era imposible salir. Ella llenó su vida de contenido, supo fijarle un rumbo. Fue como una locomotora que se puso a tirar de un vagón que, de otra manera, hubiera ido aquí o allí, o se hubiera parado en tal o cual estación siguiendo únicamente los dictados de un viento caprichoso.

Un tiempo después – tres años creo recordar-, una noche, sentados en una mesa de nuestro bar nocturno favorito y con los enésimos whiskolos como únicos testigos, comencé a preocuparme por mi amigo mucho más de lo que ya lo estaba. Tenía una foto entre las manos. Eran Sara y él. La típica foto de ‘fotomatón’ en la que siempre sales con poses alegres y divertidas, esa que te haces como colofón a una juerga y que de otra manera raramente te harías.
- Voy a dejarla, tío. La voy a dejar ¿sabes?
No supe qué pensar. Ya no le miré como lo hacía siempre, entre divertido e incrédulo, no esta vez. Hacía ya casi medio año que Sara había muerto y, lejos de superarlo lo más mínimo o siquiera intentarlo, Plaza se hundía cada vez más, imbuido en su introspección, en su desgracia, en la desesperanza de la certeza de que había tenido lo que quería de la vida y ya no lo recuperaría. Aunque no me lo confesara yo sabía que, además de todo, aderezaba su amargura con un acusado complejo de culpabilidad por las circunstancias del accidente. A veces, sólo con verle, con la mirada perdida, ausente, era fácil adivinar que estaba otra vez a punto de entrar en aquella curva y preguntándose el consabido por qué ella y no él.

Aquella noche fue la última ocasión que tuve de escucharle pronunciando su frase fetiche. Dos días después de que se quitara la vida me llegó una carta suya. No era esa carta que suelen dejar los suicidas explicando los motivos que los han llevado a tomar tan drástica decisión. No era el caso. No hacía falta. Era una carta personal, sólo para mí. Y era una epístola que, francamente, hubiera preferido no recibir. Hubiera preferido no saber que Plaza siempre fue consciente de lo que yo sentía por él pese a lo que siempre me esforcé por ocultarlo, no conocer la feroz lucha interior que había mantenido, tratando de no aceptar que él parecía sentir lo mismo por mí conforme pasaba el tiempo, tratando de ignorar una situación que le superaba, que nunca pensó le pudiera ocurrir a él. No se le ocurrió mejor solución que levantar un sempiterno parapeto, en forma de mujer, entre los dos. Sara, entre tantos otros méritos, había contribuido a ordenar sus ideas, o cuando menos, su amor fue tan grande que le hizo olvidar todo lo que no tuviera que ver con él, y si superar su ausencia era tarea imposible, volver a enfrentarse a fantasmas de otro tiempo se le turnó insoportable.

Me volví hacia nuestra foto otra vez. En ese momento me vino a la cabeza algo que Plaza comentó en uno de sus pocos raptos de lucidez tras el accidente y que yo compartía por completo:

- Deberían prohibir las fotos, tío. O, al menos, tendríamos que ser lo suficientemente inteligentes para no hacérnoslas en los momentos buenos. La puñalada que recibes puede ser mortal si, lejos de animarte cuando tratas de aferrarte a ellas en los peores tiempos, la nostalgia se va apoderando de ti lenta pero inexorablemente. Porque la nostalgia, compañero, es el más duro de los enemigos.

Después de mirarla una última vez, rompí mi foto en mil pedazos.


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