"El arte de llevar gabardina" (Sergi Pàmies) Subrayadas (104)

23/9/19

Las parejas que se separan no deberían esperar a la decadencia del aburrimiento ni a la tentación del engaño. En el momento de plenitud, cuando el amor se propulsa gracias a las afinidades y al entusiasmo, deberían ser lo suficientemente generosas para abandonar y, con la satisfacción del trabajo bien hecho, consensuar un punto final que no deshonrara los días vividos.

A los aburridos no nos aburre aburrirnos.

Ningún recuerdo tiene el magnetismo de lo que le ofrece el presente.

Y pese a que me había preparado para ese encuentro con las manos sudadas y un nudo de expectativas en el estómago, me sentí definitivamente aliviado, quizá porque entonces ya sabía que las admiraciones que se construyen en la infancia y la adolescencia nunca se ven confirmadas por la realidad (con la excepción de Johan Cruyff, naturalmente; solemos decir que es mejor no conocer a nuestros mitos porque siempre nos defraudan, pero se trata de una presunción que no tiene en cuenta hasta qué punto nosotros los defraudamos a ellos).

En bicicleta, las ciudades parecen más amables y los turistas menos bárbaros y si hay parques siempre apetece detenerse, apearse de la bicicleta y dejarla descansar como a un caballo exhausto.

También recuerdo que cada noche, después de cenar, salía a pasear hasta el Café Einstein. Allí leía los periódicos europeos con pose de escritor introvertido y me hacía el interesante cada vez que entraba una mujer acostumbrada a que cuando entraba en un café los hombres se hicieran los interesantes.

En contextos distintos a los habituales, a todos nos incomoda mostrarnos tal como somos delante de nuestra gente.

La nostalgia es arqueología: investiga vestigios y los interpreta. Pero, en vez de aplicar un método científico, se alimenta de una modalidad tendenciosa de memoria.

Tu padre no era un hombre de largas conversaciones, pero sabía instalarse en silencios que reconfortaban porque, justo cuando empezabas a sospechar que quizás resultaba extraño callar durante tanto rato, sonreía y soltaba alguna frase de escaso significado pero efectos perdurables como, por ejemplo, «iQué vida más perra!». Es el secreto de los que hablan poco: cada una de sus palabras adquiere categoría de memorable.

Y a menudo sentías la tentación de regodearte en una pena impostada por la cultura del dolor, agravada por la dramaturgia de las ausencias que nosotros mismos hemos propiciado -porque la consecuencia de no haber sabido hacer feliz a alguien tiene que ser, por justicia prosaica, la soledad, sentenciabas-.

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