13/4/09
Odiaba a la gente y asumía su culpa por tal hecho, pero al menos le gustaba reírse de sí mismo por ello. Se acordó de la frase de Bossuet ("Si crees gozar de la felicidad manteniéndote alejado de los hombres, eres un dios, un anacoreta o una bestia") y, considerándose sin duda más bestia que dios, se imaginó al gran Félix Rodríguez de la Fuente, con esa entonación suya tan característica que tocó techo con el alimoche y el abejaruco, analizando todos los comportamientos distintivos de su aparente misantropía: "Bárbaro se compra su McMenú y se lo lleva al escondrijo del asiento trasero de su coche, aparcado al final del parking gratuito del centro comercial, al que se acerca en algunas ocasiones amparándose en las sombras de la noche invernal"; o "para no tener que intercambiar palabra alguna, nuestro amigo Bárbaro se cambia de acera con la sutileza de un reptil cuando, con su vista del mejor de los linces, ve a lo lejos acercarse a alguien conocido"; o "Bárbaro, con el paso del tiempo, cada vez se recluye más y más tiempo en su madriguera, de tal forma que para verle fuera de ella es necesario poner algún efectivo cebo musical para contemplarle unas horas al aire libre en donde se parapeta bajo una gorra calada hasta los ojos, para esconder lo máximo posible la dirección de su mirada"; o "el escurridizo Bárbaro nunca está mucho tiempo en un mismo ambiente, pues en seguida desarrolla una enfermiza e irracional ojeriza para con sus congéneres, a quienes considera casi siempre unidireccionales y planas simple minds que siempre van incomprensiblemente en su contra"; o "este Bárbaro, huidizo paladín de la inadaptación social, va atravesando kilómetros y kilómetros por la tupida selva de la vida, dejando por el camino contactos que apenas le duran un suspiro en el tiempo debido a su desinterés absoluto por mantenerlos, y siempre buscando el utópico edén de los de su especie, una llanura extensa y vacía donde disfrutará con placer de todo el tiempo previo al día en que el último de todos sus allegados y conocidos le dé el definitivo matarile social". Se rió él solo cuando imitó en alto la voz del amigo Félix.
Alguien le tocó por detrás. "Vamos a cerrar".
"Que te den", pensó para sí sin siquiera volverse. "A ti y a todo el patético árbol genealógico que desgraciadamente te ha permitido pisar este mundo".
La persona con la que había quedado no había aparecido. Pero no se enfadó, ni siquiera le supo malo, más bien todo lo contrario. Procedió, con la gratificante sensación que le proporcionaba siempre esta acción, a apagar su móvil hasta el día siguiente. A. Hurtado
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