2/3/16
“¿Qué sería sin amor el mundo para nuestro corazón? Una linterna mágica sin luz. Apenas pones la lamparilla aparecen sobre blanca pared imágenes de todos los colores.”
(“Las penas del joven Werther”, Goethe)
El salón de actos de La Salle Gran Vía de Zaragoza volvió a mutar, convirtiéndose en Cine Club, con motivo del ciclo que se desarrolla los próximos viernes en torno al cine de Woody Allen. Estábamos pocos en la proyección de "Manhattan", pero pronto nos olvidamos de esa soledad, por causa del paso del tiempo, impresionados por la juventud y belleza retenidas de Meryl Streep, Diane Keaton o más especialmente de Mariel Hemingway, rostro de Tracy.
Los cineastas son magos. El propio Woody Allen ha ejercido de aficionado en "Scoop" o ha transmutado a Colin Firth en el gran Wei Ling Soo en "Magia a la luz de la luna".
Otro neoyorquino, Martin Scorsese, transmutó a Ben Kingsley, que ya había sido Gandhi, en Méliès; fue en "La invención de Hugo". Y por unos días nos visita en ambas formas, pues en forma de Kingsley o en su propia forma, podemos admirar su trabajo, su magia, que le mantiene vivo, en el Caixafórum de Zaragoza, al que por medio de un escapismo, cruzando Bolivia, llegamos, encontrándonos con viejos amigos a la entrada. En medio de bloques de cemento, de muros, por medio de un ascensor, chocamos con las paredes a la entrada, despistados, pero de repente, en presente, se abre una cortina, que representa el "Viaje a la Luna" que Méliès hizo hace algún tiempo.
De inmediato, nace el cine. Si con los Lumiére entra el tren en la estación, desde la fantasmagoría, Méliès se nos aparece aquí en una película de un minuto que podía parecer perdida, "Évocation espirite" (“Evocación espiritista”), de 1899, o en la exposición, con "El hombre de la cabeza de goma", de 1901. Pero Méliès, como buen mago, ejerce la ilusión fugaz, el buen humor, frente al cinismo y la muerte; imposible de atrapar, aparece, desaparece, y su cine, la imaginación, es destruida por la Guerra Mundial; su pequeña productora, Star Film, también se desvanece. Pero ese desvanecimiento, con el cine, también es una ilusión. Si nos fijamos en las sombras chinescas, en el praxinoscopio de Emile Reynaud, o en una botella trucada, enseguida nos parece encontrarnos con el propio Méliès, en la ilusión que le mantiene vivo. Quizá dentro de cientos de años sea visto por otros ojos, por otros seres de carne y hueso.
Observamos su capa de mago, de personaje luminoso, sus dibujos, sus marcianos, su expedición al Polo, en una prestidigitación que no termina. Porque cuando aparece reencarnado en Ben Kingsley, de la mano de Scorsese, Méliés está otra vez desapareciendo para reaparecer tras una cortina, en Zaragoza, hasta el 8 de mayo. Méliès deja de ser cineasta y se convierte en cine. x Sergio Casado
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