21/12/17
La belleza no mira, sólo es mirada.
(Albert Einstein)
Demasiado retraso. No me gusta, pero tomo el tranvía
excepcionalmente. Podría evitar las sensaciones propias de este transporte en
hora punta, de agobio, incomodidad y seguramente tensión al tiempo de
posicionarse para evacuarlo, pero se me hace demasiado tarde. Nadie me va a
decir nada si, como siempre, voy andando y llego cuando sea al trabajo, pero
hay que intentar mantener cierta disciplina.
Me hago un sitio a duras penas. Maldigo por dentro la indolencia
de los pubertos que acarrean sus mochilas a la espalda sin que por un momento
puedan pensar en dejarlas a sus pies para no molestar al resto del pasaje. Miro
en derredor. Es un ejercicio interesante. Haces de la necesidad virtud y tratas
de traspasar mentes a través de la mirada. No es que sea divertido en la mañana
de un día de labor, pero sí entretenido. Tratas de ver más allá, adivinar qué
hay detrás de cada par de ojos. Encuentras miradas indiferentes, miradas
resignadas, miradas retocadas, miradas perdidas, miradas jóvenes, miradas
preocupadas… Miradas tristes, casi todas, nadie viaja por gusto en el tranvía a
estas horas. Pero también encuentras miradas bellas, o miradas perturbadoras.
Es especialmente curioso cuando cruzas la mirada con alguien, abandonas la
casualidad –o lo que piensas que lo es- , sigues la órbita del movimiento de tu
cabeza, y en el tornaviaje reencuentras en el mismo punto esa mirada.
En centésimas de segundo analizas la situación. Quizá le
suenas de algo, quizá te has afeitado mal, quizá llevas peor cara de lo normal…
pero el cerebro juega en casa y cuando se abre la puerta del tranvía te vas
pensando que has gustado a alguien, aunque sólo sea una mentirosa e ilusoria
ráfaga de infinito que tire un momento de ti. Durará lo justo que tarde en
comérselo el discurrir de otro día más en Laboralia, pero mejor entrar así por
la puerta del curro.
Otro día. Tomo de nuevo el tranvía, sin saber muy bien por
qué. Hoy es distinto. El tornaviaje de los ojos se reencuentra y se para. Se va
de nuevo y vuelve, y sigue ahí. Extraño se mire por donde se mire, nunca mejor
dicho. No me siento atraído especialmente por la mirada, ni por lo que hay
detrás. Me toca bajar. No lo hago. Me voy y vuelvo pero siempre la reencuentro.
Me da lo mismo una parada después y apuro. Definitivamente me apeo y sigo
sintiendo la mirada. Esta vez se mantendrá en la cabeza algo más de lo justo
para que se lo coma Laboralia, si bien no mucho más.
Día siguiente. Voy bien de hora. Camino al lado de la parada
del tranvía y éste para justo a mi paso. Vuelvo la vista y me encuentro con el
día anterior y el anterior. Subo sin pensar. Recojo la mirada, que no se desvía
de la mía, desde el primer instante. Mantengo el órdago a medio camino entre un
sentimiento de vanidad y desconcierto. No aguanto mucho. Lo que sí sé es que lo
que anda detrás de la mirada me gusta algo más. No sé cómo reaccionar. De hecho
me bajo en la primera parada que me viene bien sin esperar a la siguiente, como
el día precedente.
Nuevo día. Esta vez voy a tomar el tranvía con
premeditación. Es la hora habitual y ahí está. Sigue todo igual. Me encuentra
la mirada y no la suelta. Creo ver que habituales del tranvía se empiezan a dar
cuenta y no pueden disimular ciertas muecas de complicidad, o de lo que sea,
pero me doy cuenta. Y de alguna forma me incomoda. Realmente me gusta ya lo que
veo, de hecho tenía que haberlo visto desde el primer día, me autorreprocho.
Pero sigue siendo una situación rara e incómoda. Me bajo en la segunda de mis
paradas factibles, no sin antes plantearme bajar incluso una más tarde.
Un nuevo día y no tengo dudas de ir en tranvía. Estoy, es
acojonante, hasta algo nervioso. Me tranquilizo al encontrar la mirada que,
casi, necesito. He pasado ya parte de la noche pensando en acercarme y decir
alguna cosa. Es complicado de buena mañana acertar a decir algo a alguien
desconocido que no pueda parecer una solemne tontería. Pero es que esa mirada
sigue ahí, sin despegarse de mí. Realmente no me siento cómodo porque ya es un
hecho que los parroquianos (sí, los viajeros son los mismos cada día) son
conscientes del tema. Mi atracción se acentúa, sin darme cuenta consigue que
cada mañana me abstraiga de mis circunstancias y sólo piense en esos ojos. Todo
el trayecto siguen fijos en mí. Soy lógicamente incapaz de estar todo el tiempo
sosteniendo la observación pero la noto constante, impasible, anormalmente
atenta sólo a mí. Aguanto una parada más de la cuenta, pero sigo bajando antes
que esos ojos.
No sé si es divertido. Diría que sí. Ya no sólo se trata de
una situación surrealista, es que es surrealista lo que está provocando.
Resulta que ya no me levanto pensando en mis cuitas de trabajo, en los
problemas con mi equipo o en mi próxima presentación, mi primer pensamiento del
día es ya unívoco. Definitivamente antes de salir de casa miro algo más que el
lustre de mis zapatos, las arrugas de mi traje y la rectitud de mi corbata; son
la largura de mis pestañas, la impresión del color de mis ojos y la profundidad
de mis ojeras lo que más me ocupa al levantarme. Subo al tranvía a la altura
que ya conozco. Me cuesta poco encontrar lo que busco. Esta vez ocupa un
asiento, y a su lado hay una vacante. Reprimo la intención de sentarme al lado.
Me lo impide una mezcla de temor a perder su mirada, hasta ahora siempre de
frente, y de arrostrar el hecho de romper el hielo casi obligatoriamente. No lo
hago finalmente, pero espero en el tranvía hasta que baja. Me da igual todo. Es
imposible sustraerse a una situación así. De hecho da miedo volver a lo de siempre,
a que tarde demasiado en pasar algo que estremezca, acabe como acabe. Se baja
antes que yo, se para en el andén y me sigue mirando hasta que el avance del
convoy lo hace imposible. Es ya un movimiento físico más sofisticado y, para mi
confusa –o enferma- mente, cuasi definitivo.
A estas alturas no albergo dudas. Me siento hasta extraño
por no haberme dejado llevar desde el principio por el influjo de semejante
hechizo y misteriosa belleza. Maquino formas de prolongar un contacto que ya
doy por hecho que se producirá aunque todavía no se ha consumado. Sólo pienso
ya en que quiero sus veranos, sus lágrimas y su aliento cerca de mí. Y no es la
primera vez que lo pienso en mi vida. Pero son percepciones -no sé si
sentimientos-tan esquivas, tan improbables de materializar…
Casi no he dormido. Hoy es el día. Today is the day, me digo, solemne, tontorrón. Es
mi mejor traje. No es mi mejor imagen, claramente doy mejor en casual wear pero
es mi uniforme de trabajo y no tengo alternativa entre semana. Me incorporo al
convoy descompuesto de los nervios, como un quinceañero, es de traca. En mi
fuero interno deseo que no esté, volver a la insulsa rutina, sin sobresaltos.
Pero ahí está. De nuevo sentada y con una vacante a su lado. Me gustaría haber
tomado un sol y sombra, me digo, seguro que ayuda en estas situaciones. Avanzo
hacia el asiento, interesante y resuelto, dentro de lo que cabe. Me siento. En
el acto de toma de asiento, por primera vez en todos estos días, la mirada se
ha desviado. Es crítico pero ya no hay vuelta atrás.
No puedo hablar. Saco mi pequeña agenda y arranco, desesperado,
una hoja. Quiero escribir pero no encuentro el
boli, aunque sé que llevo uno. Hablo.
- - Hola
Nada.
Nada.
Un comentarista objetivo hubiera desaprobado el gesto. La
parroquia del tranvía también lo hizo. Cada cual a su modo, todos
imperceptibles para el resto del mundo menos para mí.
No hubo respuesta. Tampoco repetí la entrada. Me levanté,
con la convicción de conocer lo que iba a pasar de antemano.
Era yo ahora, de pie junto a su sitio, desde arriba, el que enfocaba la mirada fijamente en el
pasado reciente buscando sin éxito sus ojos, que por lo que sea ya no estaban,
ni lo estarían más. Me parecía, curiosamente a esas alturas, la belleza hecha
carne y una oportunidad definitivamente perdida para algo en principio difícil
de matizar. Inexplicablemente, sí, pero
una oportunidad. Quizá la última para algo no del todo definido.
Bajo del tranvía buscando el anonimato en el refugio del
grupo que se apea. Avergonzado hasta lo siguiente. Estremecido por dentro por
constatar la imposibilidad definitiva, cuandoquiera que vengan, ya sea a los
veinte, a los cuarenta, a los sesenta o a los cien, de controlar sentimientos atávicos,
viscerales, eternos, ajenos por completo a convencionalismos mundanos.
Aligero el paso y
enciendo mi móvil de trabajo en espera de una llamada liberadora que desvíe mi atención
de pensamientos de inciertas consecuencias . No tarda en llegar. Buenos días,
sí claro, cuéntame… x Atreyu
Quien no comprende una mirada tampoco comprenderá una larga
explicación.
(Proverbio árabe)
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