23/9/19
Las parejas que se separan no deberían esperar
a la decadencia del aburrimiento ni a la tentación
del engaño. En el momento de plenitud, cuando
el amor se propulsa gracias a las afinidades y al
entusiasmo, deberían ser lo suficientemente generosas
para abandonar y, con la satisfacción del
trabajo bien hecho, consensuar un punto final que
no deshonrara los días vividos.
A los aburridos no nos aburre aburrirnos.
Ningún recuerdo tiene el magnetismo
de lo que le ofrece el presente.
Y pese a que me había preparado para ese
encuentro con las manos sudadas y un nudo de
expectativas en el estómago, me sentí definitivamente
aliviado, quizá porque entonces ya sabía que
las admiraciones que se construyen en la infancia
y la adolescencia nunca se ven confirmadas por la
realidad (con la excepción de Johan Cruyff, naturalmente;
solemos decir que es mejor no conocer
a nuestros mitos porque siempre nos defraudan,
pero se trata de una presunción que no tiene en
cuenta hasta qué punto nosotros los defraudamos
a ellos).
En bicicleta, las
ciudades parecen más amables y los turistas menos
bárbaros y si hay parques siempre apetece detenerse,
apearse de la bicicleta y dejarla descansar como
a un caballo exhausto.
También recuerdo
que cada noche, después de cenar, salía a pasear
hasta el Café Einstein. Allí leía los periódicos europeos
con pose de escritor introvertido y me hacía
el interesante cada vez que entraba una mujer
acostumbrada a que cuando entraba en un café los
hombres se hicieran los interesantes.
En contextos distintos a los
habituales, a todos nos incomoda mostrarnos tal
como somos delante de nuestra gente.
La nostalgia es arqueología: investiga vestigios
y los interpreta. Pero, en vez de aplicar un método
científico, se alimenta de una modalidad tendenciosa
de memoria.
Tu padre no era un hombre de largas conversaciones,
pero sabía instalarse en silencios que reconfortaban porque, justo cuando empezabas a
sospechar que quizás resultaba extraño callar durante
tanto rato, sonreía y soltaba alguna frase de
escaso significado pero efectos perdurables como,
por ejemplo, «iQué vida más perra!». Es el secreto
de los que hablan poco: cada una de sus palabras
adquiere categoría de memorable.
Y a menudo sentías la tentación
de regodearte en una pena impostada por la cultura
del dolor, agravada por la dramaturgia de las
ausencias que nosotros mismos hemos propiciado
-porque la consecuencia de no haber sabido hacer
feliz a alguien tiene que ser, por justicia prosaica,
la soledad, sentenciabas-.
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