29/3/20
La vida sigue caminos que no existen hasta que los tomas.
Tiendo a creer que, en último término, el ser humano añora la belleza. Las personas a quienes quiere, los sitios en los que fue feliz, los amigos que le hicieron la vida más fácil, los objetos que lo consuelan, las redes de seguridad, la fuerza invisible de las expectativas son belleza, y su ausencia prolongada se vuelve insoportable para los sentimientos.
Un pensamiento tristísimo, pero verdadero, me aplastó: solo tenía veinte años, pero ya había dejado atrás mis mejores días.
Fue uno de esos momentos en los que uno desea sinceramente no morir sino estar muerto ya, para sortear el sufrimiento y no hacer frente a los cientos de instantes desgarradores que le esperan en las próximas horas, días, semanas.
Hay cosas que a menudo no van como a uno le gustaría, pero el temor a caer en lo desconocido te instala en una suerte de miseria cómoda.
Me parecía que en mi vida se destaparía al día siguiente un follón tremendo, y esa pereza podía más que el respiro que al fin me concedería un divorcio.
Ser solitario y estar sola son quizá las ideas más opuestas que existen.
Perseguía su destino no tanto fuera de casa como dentro. Lo que uno era capaz de hacer al regresar al hogar, y no al partir, daba la medida según él de la clase de persona que era.
Parecía que otra vez íbamos a engendrar ilusiones por las cosas simples, que, en realidad, son las ilusiones más difíciles de poner en práctica.
El horror a perder algo es infinitamente peor que saber que nunca tendrás algo que deseas muchísimo.
Qué clase de suicida pensaba, en el instante decisivo, cuando se necesita todo el valor y la inconsciencia, en la impresión que causará en las personas que lo van a encontrar muerto, sin ropa. En ese instante, como si se ajustase algo que estaba suelto, salí de la bañera y desenchufé el secador.
Hacer las cosas por primera vez es uno de esos asombros fascinantes que en ocasiones depara la vida. Nada es igual al esplendor de los comienzos.
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