20/3/21
Llueve y nos juntamos bajo su paraguas. La lluvia hace música en la tela hasta
que llegamos al coche. Cualquier músico compondría algo con eso. Es tan fácil cazar
música por todas partes. Como la literatura. Lo difícil es evitarlas.
He dicho que la muerte no existe y ésta es una de las certidumbres más netas que
me va trayendo la edad. Morirse es una milésima de milésima de segundo, es pasar a
otro estado en el que uno ya no participa. Y esa milésima de milésima la hemos
engrandecido con una retórica mortuoria a la que llamamos muerte.
Sólo me interesa el presente porque es el sitio donde voy a pasar el resto de mi
vida.
Aceptamos la entomología de los demás, la
vivisección que nos hacen los críticos y los estudiosos, por mera vanidad. En el fondo
no nos reconocemos en nada de lo que dicen, pero nos halaga que lo digan.
Un libro siempre es noticia a condición de no leerlo.
Si queremos preservarnos en la memoria de otro, de otra, más vale no
llamar nunca. No somos sino ánimas del purgatorio. El purgatorio es el tiempo y aquí
estamos todos consumidos y no muy vivos. Más que vivos, ocurre que todavía no
estamos muertos, pero todo es cuestión de paciencia, de esperar un poco. No aprovechemos esta tregua para robar en las arcas del pasado, para huir hacia el sol de
ayer. No sirve de nada, es peor. Somos ya ánimas y no lo sabemos.
No soy un triunfador, como dicen las noticias. Soy
un vendedor de metáforas que tiene parroquia.
Necesitamos el día para vivir sin miedo. La
luz es una lanza. El miedo no es que venga de noche, sino que en la noche se deja ver,
como un animal nocturno, como una inmóvil y destellante iguana.
Mi
escepticismo, mi cansancio, mi paz melancólica que no cambiaría por nada.
Diarios y memorias me interesan hoy más que las novelas. El memorialismo es la
literatura en estado puro.
La verdad siempre mata y hay que llevarla por detrás de una mentira cortés,
ingeniosa, gentil.
Hemos vivido
juntos miles de noches como ésta y actuamos ya sobre lo sobreactuado, sobre el
recuerdo o el olvido de lo que fuimos e hicimos y seguimos haciendo, sobre ese
fondo de estanque que es el pasado.
Me veo a mí mismo con condescendencia, complacencia y un cierto asco.
El
presente existe y lo desatendemos toda la vida, llevados de la urgencia falsa de vivir.
Nada me
espolea ya, salvo el instante y la belleza, salvo la rosa gorda del jardín, que viaja en
mano femenina hasta mi mesa, o el momento perfecto en que no pasa nada y sólo un
perro ladrador y solitario se pregunta por el universo.
Va uno quemando y culminando una carrera «hacia ninguna parte», como el viaje
de mi amigo Fernando, y el recuento de frustrados, de fracasados, de volcados, de
tiesos, de muertos en vida, se hace sobrecogedor.
El que habla sólo de su pasado es que tiene una
llaga abierta, la llaga enferma de los recuerdos, y por ahí se le va la vida y la
memoria. El pasado es una confusión de imágenes y tentáculos, el pasado es
aplaciente, la memoria, esa madre, siempre nos cuenta cosas que queremos oír,
siempre el mismo cuento o el que más nos satisface.
«El hombre es un ser de lejanías», escribió Heidegger. Esta frase tiene muchos
sentidos, como todas las suyas, pero yo le aplico el más modesto y usual. Ir
muriéndose es ir alejándose de las cosas, o ver cómo las cosas se alejan. Así, acudo a
fiestas, tareas, usos cotidianos, inmediatos, y me parece venir desde muy lejos, desde
mis lejanías de hombre que agota a grandes pasos su biografía. A uno le queda ya
poco, pero no poco o mucho de vida o de muerte, sino poco de uno mismo, poco de
lo que fue, de lo que fui.
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