31/5/21
No era mi hijo, o el hijo que yo conocía, era mi hijo enamorado, que es diferente.
Daba vértigo porque fue como verlo asomarse de repente a la vida de verdad, la que se pone a
trescientos por hora y te destruye si no la manejas.
Nos habíamos convertido en esas llamadas
protocolarias a alguien al que hace cinco años que no ves y que se hacen sabiendo que el otro está
tan desganado como tú, se habla deseando colgar, os decís «hay que quedar, pero de verdad, que
parece que no queremos ninguno de los dos, no puede pasar otro año» mientras colgáis, los dos,
pensando que ojalá pasase un siglo. Con todo, lo peor es que, al habernos conocido tanto, yo no
podía sentir indiferencia hacia Novás, que sería lo justo, sino una manía muy sofisticada que
oscilaba entre la crueldad y la ternura.
¿No conocéis la tribu de las apuntadoras de maneras? —preguntó ella mientras volvía a
meter la libreta en la mochila—. Apuntar maneras es nuestra mejor virtud, por eso los chicos se
enamoran de nosotras y nuestras amigas nos quieren cerca. Porque nadie sabe cuándo vamos a
explotar. Aunque sólo nosotras sepamos que eso es lo mejor que sabemos hacer: apuntar maneras.
Sólo somos expectativa.
Se había consumado hacía mucho tiempo una ruptura silenciosa que hacía inimaginable otra
conversación; él y yo, que al vernos nos vacilábamos de todas las formas posibles y nos
hablábamos en la lengua que se levanta en la amistad de la infancia, bajo un tono sólo perceptible
por nosotros dos en cuyas inflexiones detectábamos la broma, el resentimiento o la preocupación.
Y después de tantos años, de cientos de noches juntos, no habíamos previsto nunca una disolución
de este calibre. Nos lo dejó dicho Mai: el momento de la verdad se produciría cuando nos
viésemos sin nada que hacer. Cuando no celebrásemos vernos porque se creaba de forma
inmediata la expectación de beber, cuando no llevásemos encima dos copas, cuando de golpe
tuviésemos diez minutos por delante en los que sólo pudiésemos hablar.
Un par de minutos es todo lo que vive
alguien durante una vida. Lo que pasa es que nadie se entera porque existe la creencia de que vivir
mucho es que te pasen muchas cosas, pero yo creo que vivir mucho es saber qué cosas te están
pasando. Y suelen ser pocas, ¿no?
Hay una frase al respecto de Boris Pasternak, el que escribió Doctor Zhivago. «Aquello duró
sólo un instante, pero hubiera podido eclipsar la eternidad».
Si le preguntas a uno de tus mejores amigos si una chica está buena, y te
dice que a ti te gustaría, a ella la está llamando fea y a ti te está llamando imbécil.
«Cuando se emborracha un rico, qué gracioso está el señore. / Cuando se emborracha un
pobre, todos le llaman borrachone»
Mi abuela también pelaba patatas cuando pretendía
hablar conmigo en serio y yo la rehuía; se sentaba en la cocina, y si cogía una patata y un cuchillo,
ya sabía que se avecinaba «charla». Todas aquellas viejas pelaban patatas para escuchar, no para
freírlas o cocerlas; de hecho la patata, en su mente, es tu cabeza. Yo creo que el mundo de la
gastronomía le debe muchas recetas a muchas abuelas con necesidad de hablar con sus nietos que
se encontraron con docenas de patatas peladas sin saber qué hacer con ellas.
La felicidad, o la supervivencia, consiste en un pacto tácito
acerca de la conveniencia de la mentira, entendiendo mentira como la verdad que no interesa a
nadie porque seríamos peores con ella.
Muchas veces al despertar pensaba no en
lo que hacía la gente mientras se moría, sino en lo que hacíamos los demás mientras no lo
sabíamos.
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