24/9/21
Los seres humanos somos criaturas siempre insatisfechas. Quien piense que
alguien es dichoso y bienaventurado por su belleza, por su fortuna o por su reputación
familiar no ha comprendido nada de la naturaleza biológica que nos sostiene. La
fealdad es una desgracia. La belleza también.
Vivimos creyendo que hemos olvidado o vencido
nuestros fantasmas y lo único que hemos conseguido ha sido esconderlos en alguna
zona oscura. Fantasmas transparentes, sin sábana cubriéndoles el cuerpo y sin
cadenas.
Ningún don basta para
garantizar la felicidad. El cerebro es un órgano exterminador. No se atiene nunca a la
realidad del mundo, sino a su propia realidad. Y, a través de un laberinto sin salida de
ideas y recuerdos discontinuos, inconexos, nos destruye.
Los demás
ven de nosotros lo que puede ser codificado, entendido en patrones y preceptos. No
pueden ver los cortocircuitos, las sinuosidades, las estampidas. Y la vida casi siempre
tiene su curso en esos agujeros incomprensibles. En esos pasadizos de cloaca.
Adam cree, como creía Visconti, que los alimentos tienen el paladar de los platos en
los que se sirven: no hay manjares en platos de loza.
Aquel día sentí esa
felicidad que a partir de los treinta años se deja de sentir para siempre, sea cual sea la
biografía de cada uno: la felicidad de creer que la vida está empezando.
El duelo nunca dura tanto como creemos al principio. Se convierte poco a poco en
éter y apacigua el dolor. Es otro principio darwinista de supervivencia. Otra prueba de
que la voluntad del cuerpo es superior a la voluntad del corazón.
Los vínculos humanos que no están tocados
por el amor —el más destructivo de los sentimientos— son más íntegros y
perdurables.
Sigo haciéndolo —viajar, leer, escuchar canciones— porque la memoria me
demuestra que dan felicidad, pero ya no la siento, o la siento muy apagada.
0 comentarios:
Publica un comentario