"Cien noches" (Luisgé Martín) Subrayadas (129)

24/9/21

Los seres humanos somos criaturas siempre insatisfechas. Quien piense que alguien es dichoso y bienaventurado por su belleza, por su fortuna o por su reputación familiar no ha comprendido nada de la naturaleza biológica que nos sostiene. La fealdad es una desgracia. La belleza también.

Vivimos creyendo que hemos olvidado o vencido nuestros fantasmas y lo único que hemos conseguido ha sido esconderlos en alguna zona oscura. Fantasmas transparentes, sin sábana cubriéndoles el cuerpo y sin cadenas.

Ningún don basta para garantizar la felicidad. El cerebro es un órgano exterminador. No se atiene nunca a la realidad del mundo, sino a su propia realidad. Y, a través de un laberinto sin salida de ideas y recuerdos discontinuos, inconexos, nos destruye.

Los demás ven de nosotros lo que puede ser codificado, entendido en patrones y preceptos. No pueden ver los cortocircuitos, las sinuosidades, las estampidas. Y la vida casi siempre tiene su curso en esos agujeros incomprensibles. En esos pasadizos de cloaca.

Adam cree, como creía Visconti, que los alimentos tienen el paladar de los platos en los que se sirven: no hay manjares en platos de loza.

Aquel día sentí esa felicidad que a partir de los treinta años se deja de sentir para siempre, sea cual sea la biografía de cada uno: la felicidad de creer que la vida está empezando.

El duelo nunca dura tanto como creemos al principio. Se convierte poco a poco en éter y apacigua el dolor. Es otro principio darwinista de supervivencia. Otra prueba de que la voluntad del cuerpo es superior a la voluntad del corazón.

Los vínculos humanos que no están tocados por el amor —el más destructivo de los sentimientos— son más íntegros y perdurables.

Sigo haciéndolo —viajar, leer, escuchar canciones— porque la memoria me demuestra que dan felicidad, pero ya no la siento, o la siento muy apagada.

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