13/10/21
Durante años abrigué el convencimiento de que
a papá le había sucedido una desgracia brutal al morir tan pronto, a una
edad, cincuenta años, en que a mucha gente aún le queda una considerable
provisión de futuro. Ahora que por decisión propia tengo los días contados,
he cambiado de parecer. Para la clase de vida que hemos llevado las
personas como papá o como yo, cincuenta años me parecen suficientes. Lo
que la vida no le haya dado a uno para entonces es muy improbable que se
lo dé de los cincuenta en adelante.
La felicidad genuina consiste en la conciencia de la superación
del infortunio. Sin una dosis de sufrimiento no se produce la felicidad en
cualquiera de sus múltiples variantes. Ser feliz no es estar quieto siendo
feliz. No hay un absoluto de la felicidad.
Me pregunto si lo mío no será más resentimiento que odio. Se
trata, en todo caso, de un odio sigiloso, reflexivo, tapado. Un odio en
defensa propia, conforme a la tesis de Sigmund Freud, quien consideraba
que el odio se fundamenta en el instinto de conservación del yo. A mí no
me va eso de vociferar improperios, lanzar platos contra la pared o asestar
cuchilladas.
Algunos compañeros del instituto me
atribuyen un carácter introvertido. No comprenden que a su lado me aburro
y entonces, claro, uno pierde vitalidad facial y tiende, sin tan siquiera
proponérselo, al ahorro de gestos y palabras.
La Guerra Civil española, a
ochenta años de distancia y a cuarenta de la instauración de la democracia,
me parece una mota de espuma en el río de los siglos. En cuanto oigo a un
pelma traerla a colación, miro para otro lado. El presente no me aburre
menos. El mañana será sin mí. Pongo fin a estas divagaciones y me voy a la
cama, mi verdadera, mi única patria. ¡Arriba la almohada! ¡Viva el colchón!
Tengo asumido que es un empeño vano tratar de vivir
en el pensamiento y los recuerdos ajenos. Los que no hemos hecho cosa de
mérito en la vida, nos disiparemos conforme se vayan apagando las pocas
mentes capaces de evocarnos. Después de muertos seremos un nombre en
una lápida que un día tal vez no lejano no significará nada para nadie, que
también desaparecerá para dejar sitio en el cementerio a otros difuntos.
Bien es verdad que la Historia preserva algunos nombres que acaso nos den
la ilusión de que algo humano puede perdurar. Bobadas. Pongo en duda que
nadie conserve una pizca de vida auténtica por el simple hecho de ser
estudiado, dar nombre a una calle o merecer una estatua en el parque.
Gloria al olvido, que siempre triunfa.
Bertrand Russell (página 22 del Moleskine negro)
debió de pensar en gente como ellos cuando afirma: «Es, pues, esencial
para vivir felizmente una cierta capacidad para soportar el aburrimiento».
El amor no se vestía con palabras; se daba por
supuesto o se deducía a partir de gestos y acciones. Ellos nos alegraban el
día con un obsequio, mamá se pasaba la tarde preparando rosquillas de anís,
papá nos llevaba al cine, en un momento dado renunciaban a pegarnos y
todo eso, presumo, equivalía al amor.
No hay alma inmortal. No hay cielo ni infierno. No hay Dios ni palabra
de Dios. No hay cosa experimentada ni nombrada por los hombres que no
haya sido concebida por los hombres. Todo es cultura y química neuronal, y
todo acabará: los países, los idiomas, las doctrinas, los propios hombres y
las obras de los hombres.
¿Para qué vive uno en una ciudad populosa sino para restregarse de vez
en cuando con otros cuerpos y hacerse así la ilusión de vencer la soledad?
No ha
olvidado traer a colación una cita, en este caso una de Max Frisch: «El
suicidio debería ser un acto juicioso». O un acto meditado de amor a la
vida, ha añadido él por su cuenta, como puntualizando las palabras del
escritor suizo. Justamente porque a uno le complace la vida, debe
abandonarla por voluntad propia, guardando las formas de educación y
elegancia, cuando advierte que la afea con su desánimo, su vejez y sus
lacras; cuando nota que ha dejado de merecerla; cuando ya ha disfrutado lo
suficiente.
Por el camino de vuelta a casa, casi anochecido, pienso en el anciano
preocupado por el futuro de su país. A su edad, sin nietos, con un pie en la
tumba, ¿qué más le da si España se rompe o se deja de romper?
Dejaré la vida sin haber visto la grandeza del ser humano. No niego que
exista tal grandeza; simplemente afirmo que no estaba en los sitios que yo
frecuenté. Quizá en países lejanos, quizá en islas solitarias o en el desván
donde, espantado del mundo, se acurruca un hombre bueno.
No quiero apestar a orina de anciano. No quiero que me falte el aliento
después de subir con dificultad media docena de escalones. No quiero que
nadie me tenga que cortar las uñas de los pies porque no las alcanzo con
mis propias manos. No quiero que mis escuálidas esperanzas dependan de
los fármacos. No quiero andar por el mundo como un ser encorvado,
olvidadizo y tambaleante que no entiende nada de cuanto sucede a su
alrededor. De los sitios hay que saber marcharse en el momento oportuno.
¿El amor?
Me parece maravilloso en los libros y las películas o, en todo caso, en la
vida de los demás. Me encanta que la gente se ame; pero, por favor, sin
salpicar. Yo me tengo prohibido el amor. Así, como suena. El amor es un
coñazo. Es estresante y fatigoso, un pésimo invento del género humano que
al principio cosquillea agradablemente y al final te parte con el mismo ruido
que a un palo seco.
Paz, quiero paz y nada más que paz. Y
si he de pagar un precio por ella en forma de vida retirada, insulsa, huérfana
de sensaciones y aventuras, lo pago y santas pascuas. Ese estimulante de las
glándulas sudoríparas que en lenguaje popular se denomina amor y que
sirve, entre otras cosas, para ensamblar individuos y a continuación
amargarles la existencia, a mí hoy día me produce alergia. Más aún, pánico.
Te sale de pronto un amor como te sale un carcinoma. Prefiero, por razones
de salud, la calma del solitario, del indiferente, del que sobrevive en la
soñolienta paz de una fatiga crónica. Nada de cuanto acontece a mi
alrededor me interesa. Ni siquiera me intereso yo mismo.
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