8/12/21
Decir que algo ocurrió hace
quince o veinte o diez años o un mes o un minuto es a la fuerza
inexacto. Desde la primera línea de este párrafo, aquel suspiro de
1979 se ha alejado un poco más. Al terminar la página la
distancia será mayor y mañana más y pasado mañana todavía
más, y así hasta que no quede vivo nadie que tuviera noticia o eco
de él, momento en que se adentrará sin protocolos en la nada.
En el lugar donde debió crecer una pareja excavamos un
abismo. Pero esa vida fallida fue la que supimos construir y nada
importa ya lo que pudo haber sido.
Triste destino el
de la Biblia, deslumbrante epopeya colectiva de quién sabe
cuántos escritores anónimos que ha llegado a ser el libro de cuyos
textos mayor número de charlatanes, estafadores y asesinos se
han apropiado a lo largo de la Historia.
¿De verdad era tan distinto nuestro mundo del cambio de
siglo? Miro atrás y, sí, lo era. Para comprar un billete de tren te
encaminabas, luciera el sol o tronase, hacia las oficinas de Renfe
de la calle Alcalá y aguardabas turno en una cola interminable.
Sí, éramos tú y yo los que algunos sábados por la mañana
pasábamos un rato en el videoclub eligiendo con premeditada
parsimonia las dos y a veces tres películas que alquilaríamos para
ese fin de semana, cintas de VHS donde los rostros de los actores
eran desvaídas manchas de color.
El otro
día, en un encuentro con lectores adolescentes, pronuncié la
palabra disquete e ignoraban qué era. A veces también ignoran
qué es un magnetófono o un teléfono de pared con ranura para
introducir las fichas, a veces ignoran incluso qué es Lou Reed. No
reprocho, solo constato el protocolo del olvido.
¿Por qué seguíamos hablando?
He intuido muchas respuestas, tal vez equivocadas todas.
Restos de amor, vestigios de culpa. Algunas de aquellas
conversaciones, si nuestros estados de ánimo se sintonizaban de
forma adecuada, adquirían cierto rango ilusorio, a medio camino
entre la magia y la impostura, una breve visita real a los remotos
tiempos buenos que compartimos. Era falso, por supuesto, y
supongo que también patético, pero cuando el chispazo lograba
parecer cercano y verdadero lo agarrábamos al vuelo, sin dudar.
La narración de una muerte deviene siempre relato de ficción.
Fuiste
joven y luminosa durante los mismos días de tanto tiempo atrás
en que ellos también lo fueron, cuando jamás se nos ocurrió
pensar que quienes estamos vivos y queremos seguir estándolo no
podremos escapar de la vejez, a la que en los ratos de melancolía,
si afinamos el oído, ya escuchamos venir sin prisa, como si
quisiera estudiarnos para deducir cómo resultará más fácil y
eficaz iniciar nuestro deterioro.
La amistad es una callada carrera de fondo que
compite en desigualdad de fuerzas con los hitos caducos de la
vida, tanto amores que nos deslumbran y serán nada como éxitos
profesionales condenados a desvanecerse.
Borges, tan
perdurable, afirmaba que el olvido es lo único a lo que una
persona cabal puede aspirar. Por mi parte, acuño este epitafio y lo
regalo a las generaciones de escritores por llegar:
Recuerda: serás olvidado. Recuerda: arderás tú y arderán tus
libros.
Ya se sabe que, para desear, nada es
mejor que no conseguir lo que se desea.
El deseo saciado no deja memoria, en cambio el deseo
insatisfecho se recuerda siempre.
Los brujos peligros de la
fantasía están resumidos ahí, justo ahí, en la imagen del chico
que quiere ser artista y, tras una noche de copas con
enamoramiento no culminado incluido, inventa que ese
vagabundo envejecido que bebe a dos metros de él, triste y
ensimismado ante el fondo de su copa, es Corto Maltés,
melancólico por las noches de Samarkanda que no volverán, o
Alack Sinner extraviado en Madrid e incapaz de volver a su hogar
en las páginas de Muñoz y Sampayo.
Si una persona amada pierde su
felicidad interior hay que preguntarse por qué. Perder la felicidad
es el asunto más serio del mundo, aun más serio que encontrarla.
Indagar, cuando esa persona nos importa, es un acto de justicia y
de amor.
Después de comer tomábamos café y luego una copa, todo ello
todavía en el suelo, y cuando por fin alguien se levantaba para
irse sentíamos, o al menos sentía yo, un chispazo de melancolía.
Pero la tristeza duraba lo que un golpe de viento, porque
enseguida partía nuestra expedición diaria hacia la noche, que
era gloriosa solo por ser noche y solo porque la transitábamos
nosotros.
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