19/12/21
Me pregunto
qué ocurriría si el pasado ocupara por completo los espacios de
nuestra mente y luego, como un conquistador meticuloso,
exterminara todo pensamiento sobre el presente o sobre el futuro.
Tal vez, bajo esa dictadura, volviera a ser dichoso quien alguna
vez lo fue.
Y
hoy, cuando camino por San Bernardo y te recuerdo y nos
recuerdo, tengo ya, de repente, sesenta y un años. ¿Cuándo se
han ido estas décadas, cuatro nada menos, volatilizadas tan
aprisa que se podría pensar, si no fuera absurdo, que han corrido
más que mi propia vida?
Triste esquina de la vejez, ser testigo
lúcido de la muerte de los amantes, saber que ha muerto y por
tanto ya no es nada la carne que se unió a nuestra carne para
regalarnos un instante de inmortalidad.
Dueños de las calles y dueños de la noche: cuando te sientes
así hay que vivirlo en vez de contarlo.
Además, siempre tuvimos aversión a lo convencional, lo que en
sí mismo no es ni bueno ni malo. Puede ser ambas cosas, incluso
ambas cosas a la vez. Nosotros éramos así y lo fuimos mucho
tiempo, yo diría que siempre. Tú lo fuiste hasta morir, yo lo sigo
siendo.
Siempre es una gran victoria sobre el mundo el comienzo de un
idilio. Los amantes, durante los primeros momentos de la
felicidad dorada, extienden una alfombra mágica que
increíblemente parece funcionar y desde la cual contemplan con
embeleso la ciudad de sus respectivas rutinas puesta ahora a sus
pies.
Curioso que, de todas las etapas de la vida, siempre
resulte ser la más corta la correspondiente a la felicidad. Contra
esa ley no se ha encontrado forma de aplicar amnistías.
Nos juramos sin
verbalizarlo, solo con mirarnos, alcanzar juntos la mejor vida del
mundo. Y compartirla siempre. Fue mentira, claro, una pobre
mentira infantil abandonada a su suerte en la jungla de lo real,
pero entonces no podíamos saberlo.
Toda plenitud humana se desplaza hacia su final
en el instante mismo de nacer.
Nadie sabe por qué bebe un joven que bebe. Él menos que
nadie, aunque persevere.
La verdad contiene muchas virtudes, pero la misericordia no es
una de ellas.
Ignoro por qué tantas parejas rotas a las que nada ni nadie
obliga a convivir se empeñan en hacerlo. Odiamos el fracaso en
cualquiera de sus formas, y una pareja rota lo es siempre, incluso
si la ruptura se produjo al poco de haberse establecido el vínculo.
Tiene mucha más lógica
divorciarse en Las Vegas, incluso en el primer casino según se
salía del juzgado, que cargar entre dos personas incomunicadas
entre sí el féretro vacío de lo que una vez pudo ser hermoso.
Hasta que
lo viví en carne propia, siempre me pareció incomprensible que
las parejas despellejadas por una convivencia desdichada no
eligieran separarse. Nada parece más lógico y natural que
sacudirse el yugo para respirar libre de nuevo. Y, sin embargo,
muchas veces no se hace. En nuestro caso, transcurrieron cinco
años, cinco meses y dos días.
Tanto pánico a perder la memoria y la felicidad podría
consistir en olvidar.
Lo que pudo haber sido no existe ni
existirá y evocarlo es un juego de niños tontos, el regodeo
masoquista de quienes en el fondo reniegan de su vida. Lo que
pudo ser debería prohibirse como opción de pensamiento,
extirparse de toda consideración o cábala de la razón y de los
recovecos de la melancolía y de sus afluentes.
La juventud, cuyo fuego lo abrasaba todo. La juventud, cuyo
tiempo terminó hace tanto que ya ni siquiera es ceniza de
memoria.
Resulta muy fácil
llevarse bien con la felicidad que fluye, abrazarla solo por sentirla
contra nuestra piel, sin meditar que apenas acontece es ya olvido.
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