"El tiempo amarillo" (Fernando Fernán-Gómez) Subrayadas (136)

20/1/22

El amor en aquella época era para mí puro despecho. Había un chico en mi clase, Emilio Cardenal, que era guapísimo y tenía el pelo rizado. A la más guapa de la clase no le gustaba más que Emilio, y a mí, durante toda mi vida, siempre me ha gustado la más guapa de la clase, porque soy un hombre de gustos vulgares. Me tenía que conformar con ver cómo Emilio acompañaba a Emilia —se daba aquí la misma coincidencia de nombres que en los tíos de mis primos—, mientras yo me escondía a lo lejos, por las esquinas.

Los recovecos de la memoria y de la desmemoria son inescrutables y todo lo que no recordamos es como si no hubiera sucedido. Quizás deberían todas las personas tener en determinado momento de su vida una necesidad tan acuciante de rememorarla como ésta que tengo yo ahora, para que la vida no se fuera pareciendo momento a momento a una muerte.

Queríamos explicar que muchos obreros trabajaban chapuceramente, que casi nadie trabajaba por amor a la obra bien hecha, sino para salir del paso, para ganarse la vida, aunque su modo de mal trabajar fuese también en detrimento de los demás, y que tan chapuceros como esos obreros eran muchos estudiantes de medicina, de derecho, etcétera y, por tanto, muchos médicos, abogados, etcétera —y no decíamos nada de los políticos porque en aquellos tiempos prehistóricos no los había—; en fin, queríamos contar que todos éramos chapuceros y que así nos engañábamos, nos estafábamos unos a otros.

Un amplio sector de público rechaza las películas que les hablan de las penas que tienen en casa. En cambio, yo reconozco que cuando en el cine, en el teatro, en las novelas, en la poesía, encuentro algo que me parece referirse a mis penas siento algo así como si el autor, con su comprensión, a través del tiempo y de la distancia, me echase una mano; y esta comunicación con un desconocido —más conocido a partir de ese momento que algunos amigos— me cambia el dolor en placer, y hasta me regodeo en mi tristeza.
Pero este sentimiento no debe de ser mayoritario. Una prueba de ello es que "El mundo sigue" no llegó ni a estrenarse.

El alba sigue siendo hermosa. Antes lo era en las calles de Madrid, al retirarme, cuando salían las churreras y los borriquillos de los traperos tiraban de sus carros y algún caballejo perdido vagaba por la avenida. Ahora lo es cuando los pájaros me despiertan y la luz lechosa empieza a filtrarse por las rendijas de las persianas. ¡Cuántas veces, para que no estropease la juerga ni frustrase la esperanza, habíamos asesinado con espesas cortinas a la luz del alba! Ahora entreabro la persiana para que su luz me acaricie más, suavemente, poco a poco. Y me traiga hasta aquí, hacia mi mesa, donde voy recordando, reviviendo. Me rodea la hierba en vez del asfalto.

Hay ocasiones en que los propios defectos son útiles. En sus Memorias consigna María Asquerino como uno de mis defectos la frialdad; también lo consigna Carlos Saura en una entrevista de prensa. Y yo lo reconozco, y al mismo tiempo que lamento que esa frialdad me haya impedido muchas veces manifestar mi amor, celebro que en otras ocasiones me haya servido para no llegar a sentir odio.

A los que no somos adictos a la amistad telefónica sólo nos queda la amistad ausente, que también existe y puede llegar a ser más honda, más delicada, menos trivial que la amistad en presencia cotidiana.

Todo lo que está demasiado lejos, como los muertos, los recuerdos y la luna, no puede nunca separarse de nosotros.

Grandes hombres, en esos trances, trabajan para la historia, la ¡Historia!, la ¡HISTORIA! Los otros, sencillamente, tratan de defender su existencia cotidiana. Tratan de vivir. Les es difícil. Los fabricantes de historia se oponen.

Mi abuela, con el hambre, la dureza y la hostilidad humana de aquellos años había cobrado plena conciencia de su ancianidad. Se trataba, como un domador mutilado, de luchar dentro de la jaula, desesperadamente, contra la fiera del tiempo.

La voluntad era dejarse moler como siempre, como en la paz, en la rueda del día y en la rueda de las estaciones, dejarse triturar la carne por los calendarios, viviendo mañanas, tardes y noches; primaveras, veranos, otoños, inviernos; casas, escaleras, calles, metro, teatros…

A pesar de los buenos ratos que me ha proporcionado después mi trabajo de actor, este deseo constante, diario, de que la representación se suspenda y conseguir con eso un trocito de inesperada libertad no he podido apartarlo nunca de mi cabeza.

Se ha insistido bastante en que el amor es una enfermedad; para mí la enfermedad es el desamor, y eso que llamamos amor es el remedio, la medicina buscada, y para muchos inexistente, que nos cure del desamor, del presentimiento de soledad inminente con que el hombre se ve a cada momento amenazado.

Porque cuando uno comienza a espabilar su memoria, a hurgar en ella, en el tiempo pasado, comprueba que hay un momento en que el tiempo parece detenerse, o ir muchísimo más despacio, o no cambiar, quedarse como inmutable; y de pronto, uno, que estaba en la cima de su vida, en la gloria de su madurez, en su alba de oro, se encuentra en la puerta de la ancianidad sin que haya hecho nada, sin que durante aquellos años le haya ocurrido nada trascendente, sin que nada se haya modificado a su alrededor.

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