7/3/22
Ironía de Reich-Ranicki sobre la vanidad de un escritor
(de los escritores):
«—Pero hemos hablado todo el rato de mí, ahora hablemos
de usted, ¿qué le ha parecido mi último libro?»
Sarcasmos del viejo lagarto alemán. Aquí va otro: la mayoría
de los escritores no entienden de literatura más de lo
que las aves saben de ornitología, dice Reich-Ranicki. Lo
malo —digo yo— es que hay críticos que quieren hacer novelas,
que es como si los ornitólogos se propusieran volar.
En el mundo laico de la literatura, podríamos decir
que hay una única decencia inexcusable: tratarnos a nosotros
mismos como tratamos a los demás; es decir, sin piedad.
Proporcionar estilemas, excitantes destellos nuevos a un
curso unificado que necesita estremecimientos periódicos, aparente renovación, para mantener esa ficción posmoderna de
que se pueden vivir muchas vidas en una sola: ascender socialmente
para cambiar varias veces de domicilio, de vajilla y de coche; viajar para cambiar de paisaje; divorciarse unas
cuantas veces para alcanzar la experiencia de la eternidad del
sexo (qué absurdo el sexo en el matrimonio) en diferentes versiones
y vivir en varias familias diferentes.
Busco mi propia novela en los cuadernos en los que
guardo las citas que tomo de los libros que voy leyendo.
Pienso que, en la manera sesgada de elegir las citas, si uno las
analiza con atención, está el núcleo de las preocupaciones
que le mueven, el nife de la novela que debería escribir.
Siembre me ronda la idea de irme. Cortar con la degradación.
Cortar por lo sano. No estar. Cuando llegue la degradación
a buscarte, que tú ya no estés.
No sé si existen muchos sitios en el mundo donde
la gente tenga tan desarrollado el instinto, la necesidad de la
vida social como aquí; y que, en aras de ella, sacrifique hasta
extremos poco comprensibles lo privado. A veces, esa vida
social pasa tan por encima de los sentimientos individuales
que asusta.
Hace apenas un mes, leí fascinado Palomas en la hierba,
de Koeppen. Hoy intento recordar su argumento y no lo
consigo. Me desespera la falta de memoria. De las novelas,
solo me queda el tono, la coloratura, el ritmo; a veces, el destello
de un personaje, una frase, una idea. Repaso libros que
he leído cuatro o cinco veces, y es como si fuese la primera
vez que los abro.
El dolor deja al hombre a solas, consigo
mismo, un animal oscuro en su madriguera. Contemplar la
muerte de mi madre me transmitió esa sensación: en su agonía era
solo un animalito que sufría en la oscuridad de su
madriguera, sin contacto con el exterior; ver eso te ahogaba
con una piedad inútil, ya no podías comunicar nada, aliviar
nada, darles sentido a actos que eran puro reflejo fisiológico.
Pensar que la vida es solo el instante.
La pereza no como consecuencia de creer que se tiene
todo el tiempo del mundo, sino como desánimo, como convencimiento
de que ya no se tiene tiempo para casi nada.
No hay medicina que cure el origen de clase, ni siquiera
el dinero que pueda llegar luego, o el prestigio social que se
adquiera. No debería extrañarme. Como materialista tendría
que saber que el alma es un moldeado de las circunstancias,
un complejo tejido de formas, de tabúes, de esperanzas, desconfianzas
y rencores, que se amasa en la primera infancia.
Cuando aprieta la desgana. Tengo cincuenta y seis años.
¿Me conformo con meterme en mi cama, calentito, cuando
llega la noche?, ¿con no tener miedo a verme en la calle,
tumbado en un banco del parque en una ciudad en la que
nieva durante semanas enteras? ¿Me conformo con eso? ¿Me parece poco tener eso?
Uno quiere la revolución, claro
está, pero ya no la cubana, ni la china, ni la rusa, del mismo
modo que uno quiere a la humanidad (y por ella hace casi
todo lo que hace), pero no aguanta a casi nadie, y casi me sobra
el casi.
Después de la última experiencia sentimental, se me han
caído los años encima, de golpe. Cincuenta y cinco, cincuenta
y seis años, me dicen, un hombre joven. Lo sé, lo sé.
En el siglo XXI se es joven hasta los ochenta. Pero este camino
se hace muy largo y cada vez alegra menos el ánimo, se
me oscurece la vista, cada día pesa más el sol que te aplasta.
Incapacidad para ser
feliz, para poseer tranquilamente. Un complicado camino de
solidaridad para acabar siendo una especie de triste solterón
de provincias, involuntario protagonista de Nunca pasa nada,
la película de Bardem. ¿Y los libros? ¿No has escrito? ¿No has
hecho unas cuantas novelas? Sí, pero eso solo sirve mientras
dura. Se escribe mientras se escribe. Luego es peor que antes,
más sombrío. Te quedas más vacío.
Yo, que languidezco (Proust) como una medusa arrojada a la playa: me admira
la tremenda voluntad que muestra el ser humano, me
provoca una emoción dolorosa: su capacidad para levantarse
por las mañanas, acudir al trabajo, sentarse a comer, proyectar
las vacaciones de agosto, hacer deporte, ir de tiendas, mirarse
el espejo del probador pensando en si el color de la
camisa nueva entonará con el del pantalón o la falda que ya
tiene. Me admira esa capacidad para practicar un ajetreo que
tiene el fin fijado de antemano.
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