25/4/22
La conclusión se antoja inevitable: algo en mí, mi cobarde ironía de tufo británico y mi descreimiento innato hacia lo "bonito"; mi petulante malicia y gratuitas invectivas; la clasificación jerárquica de afectos, gustos y personas; el modo en que valoro a la gente por su ingenio, humor y no-aburridez (en lugar de por sus obras de caridad, su ideología o porque son "majos"); mi posible egocentrismo; mi presunta vanidad; mi superficial tendencia a no tomarme en serio nada ni a nadie (empezando por mí mismo); incluso mis orígenes chusmeros. Todo ello causará que mi interlocutor me mire con un antagonismo mayúsculo, absoluto, inexpugnable.
El amor es efímero pero el odio no. El pensador y polemista inglés William Hazlitt escribió en su imprescindible On the pleasure of hating (1826):
El amor se convierte, con un poco de indulgencia, en indiferencia o repulsión. Solo el odio es inmortal.
Edwyn Collins ha terminado pareciéndose a Teenage Fanclub, veteranos proveedores de rimas ramploncillas y melodías adhesivas para gente que no le exige muchísimo al pop, pero no fue siempre así. Hubo un tiempo en que Collins era un genio airado, un Shakespeare con flequillo. Porque estaba enemistado.
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