24/3/23
Así se aprende en esta vida. De crío te enteras de casi todo,
pero no entiendes casi nada. En el colegio no te enseñan a
sobrevivir ni a follar, ni a beber ni a pelear; nada de lo que
importa en esta vida. Eso te lo enseñan tus mayores: los veteranos. Ni educación social ni pollas en vinagre. La escuela de la
vida son los colegas y el claustro de primos, hermanos y otros
maestros que se toman muy en serio su deber de enseñarnos
a cagarla en la vida. Cuentos chinos y leyendas urbanas: en
eso se basa nuestra educación.
El éxtasis fluye por tu cuerpo y te hace bailar.
Vuelas por encima de las nubes y te repites en la nebulosa
química de la droga, en la confusión que hace que te tropieces
con tus propios pensamientos. Estas fiestas duran días y días.
Nos encerramos, echamos las cortinas y más alcohol y más
pastis en esta aventura de MDMA al mundo de los químicos
y la música y el alma. Sin purgatorio. Atajo al cielo subido
en tiburones, molinos, tréboles con purpurina, playstations,
coronas, cerezas, caritas felices, pumas, cohetes, Xboxes,
Mercedes, corazones y putos Mitsubishi de doble cabina.
Todos los días me siento en la misma mesa y miro por las
mismas ventanas de plástico sucias y pienso en cómo será mi
futuro y el resto de mi vida. Fantaseo con pibones, aventuras
y todo lo que me gustaría tener, coches y demás. De vez en
cuando se me pasa por la cabeza que lo que la profa nos está
martilleando en el coco podría servirme para conseguir todas
esas cosas, pero es pensar en hacerle caso y se me derrite el
cerebro. En cuanto me intereso por algo, me sacan los cuadernillos
viejos de Gramática que tienen mierda para aburrir, me
desespero y tiró la toalla.
Vivimos en tiempo prestado y cada segundo es un
segundo robado y destinado a un fracaso inevitable. Cada
momento es pura electricidad.
Hoy la muerte se parece mucho a un lugar fresquito a la
sombra en comparación con tener que enfrentarse a la vida y
estar despierto, pasando calor, tan solo una sombra sudorosa
de lo que era: un tío joven y fuerte.
El sábado por la noche fue alucinante, pero incluso la euforia
palidece ante las sensaciones tangibles de derrota, sinsentido y
desesperanza. Soy un refugiado de mi propia existencia. Me
obligo a levantarme y a salir de este pozo sin fondo. Algo de
comer y el cálido torrente y vapor de una ducha me restaurarán al menos a una sombra de lo que fui y de mi propia
humanidad.
Qué
irónico, ¿no? El lugar del que tanto ansiábamos escapar se ha
convertido en lo más parecido a un paraíso. La normalidad:
el esquivo estado de paz que damos por hecho y que lloramos
al perderlo para siempre.
Se hace
eterno cuando te encuentras como el culo. Sientes que la vas
a palmar en cualquier momento y tus pensamientos desconectan
de la vida que tuviste, esa que una vez fue sagrada.
Si la palmara esta noche, me iría de este mundo pensando
demasiadas gilipolleces, sudando y anhelando cosas que no
volverán: el paraíso olvidado de la normalidad. La cotidianidad
mundana, la belleza de aburrirse hasta más no poder y
los dramas familiares.
Dejar algo cuando todos a tu alrededor lo siguen haciendo es de valientes.
¿Qué les ha pasado a mis colegas de toda la vida,
aquellos que lo eran todo para mí? ¿Qué promesas ofrecía mi
siguiente etapa vital? ¿Seguir en una carretera en dirección a
la nada, una mera sombra de lo que vino antes? ¿Dejar preñada
a una piba del barrio y condenar a mis hijos al mismo
ciclo ineludible de degradación, aceptación y repetición? Yo
no quiero eso, ahora lo sé.
El suicidio siempre deja una sensación aniquiladora.
Nadie quiere hablar del tema; es incómodo. Incluso cuando
toca contárselo a la gente, es una palabra que nadie quiere
usar porque da miedo, como si hablar de ello o pensar mucho
en el tema pudiera pegártelo como si fuera una enfermedad
contagiosa. Intento imaginarme caminando por el bosque
por última vez dispuesto a cometer el acto definitivo de violencia
contra uno mismo. No podemos saber lo que se le pasa
a la gente por la cabeza. Eso es lo que se dice. «No podemos
saber lo que se le pasa a la gente por la cabeza», así se lavan
las manos. Pero claro que lo sabemos. Esas personas estaban
sufriendo y también estaban asustadas y frustradas y solas y
deprimidas y avergonzadas y marginadas o en una lista de
espera para recibir ayuda. O ni siquiera llegaron a pedir ayuda
y siguieron adelante a rastras, cojeando, hasta que ya no
pudieron continuar. Llegados a cierto punto, el sufrimiento
se vuelve desesperación y lo único que quieren es dejar de
existir; creen que solo así se curarán de sus problemas y de
su condición. Pensarlo me deprime y hace que me coma el
coco. Ojalá que hubieran llamado y que hubieran gritado a
los cuatro vientos que lo estaban pasando mal, y tú habrías
hecho lo que fuera por ayudarlos, como haría todo el mundo,
para alejarlos del precipicio de su abismo personal, para darles
amor y agarrarlos fuerte, y no dejarlos marchar.
No existe la
justicia, no como la pintan. Solo existe la policía, los juzgados,
las cárceles y los curritos, que son los únicos a los que pillan.
Limpian las calles para que los criminales de verdad, los que
llevan corbata y dirigen el país, puedan mantener su segunda
residencia en Londres, irse de vacaciones varias veces al año y
asegurarse de que sus hijos saben esquiar y cosas por el estilo.
Las familias iban al juzgado, fumaban nerviosas en la puerta.
Siempre había una rueda de identificación de los sospechosos
habituales: tipos turbios que se conocen entre sí y peña que
conoces del colegio. Esperan y esperan mientras unos graduados
con un buen sueldo a los que no se les da mal esquiar,
flotan altaneros ataviados con largas togas negras. La policía,
los agentes de la ley, existen para proteger a los legisladores y
decirnos al resto que no demos mucho por culo. Los ricos, los
exitosos y los que sacan buenas notas juzgan a los pobres, a
los desgraciados y olvidados, para ellos patanes incultos que
solo valen para mandarlos a los servicios sociales y multarlos,
condenarlos y encarcelarlos una y otra vez. Los juzgados son
tan ceremoniales como las iglesias, igual de arcanos, igual de
sagrados.
Cuando por fin lo dejas parece que te pierdes algo. Pero
qué va, todo lo contrario. El subidón del viernes es un viejo
demonio y es listo, muy listo. Yo comprendí la verdad hace
unos años, cuando me mudé y dejé de beber y drogarme.
Quedarse en casa en lugar de salir de fiesta era un puto suplicio;
eso para empezar. Era un sacrilegio, una traición a algo
sagrado. Un finde tranquilo era un finde desperdiciado, porque
no lo había vivido desde la locura. Esa sensación me duró
un año; me pasé 365 días sintiéndome como un puto traidor
y un aburrido de mierda. Me invadían furia y soledad por ser
el único que se quedaba en casa, cuando las tropas, incluso mi
chica, se habían pirado de fiesta. Pero fui el único que no se
desvió de su camino y aquella soledad me hizo entender que
ese camino es sagrado porque te redime y te libera de tener
que vivir una y otra vez la misma mierda de siempre. Fue
entonces cuando me di cuenta de que llevaba engañándome
toda la vida.
Tu carácter se define por las decisiones que tomas y la vida que tienes suele ser el resultado de ellas.
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