9/10/23
Aun cuando muchos se inclinarían por considerar más adecuada la palabra «fracaso» —que acepto y hago mía si fuera necesario—, creo más exacto hablar de «banalidad» ya que, sinceramente, no ha habido batalla y mal puede haber derrota; nada he perseguido y nada he alcanzado. Estoy muerto de banalidad, que no de fracaso.
Solo escriben diarios los solitarios y los fatuos. Yo creo poseer ambas virtudes.
Quien día pasa, año empuja.
Un veterano de la RAF me contó que, en Londres, durante los bombardeos alemanes, ancianos, mujeres y niños dormían plácidamente bajo tierra, en refugios estremecidos por el fragor de las explosiones. También, según parece, los condenados a muerte duermen sin sobresalto horas antes de su ejecución. Un delicado mecanismo nos protege de la desesperación en los momentos de mayor peligro, desconectando la conciencia y soltando las amarras del cuerpo a fin de que flote al pairo. Yo mismo, siendo muy joven, tuve un desengaño amoroso seguido de fiebres altas y accesos suicidas. La noche prevista para mi inmolación, con los tubos de Metadona sobre la mesa, junto a una botella de agua mineral sin gas Font del Regás, me dormí de puro aburrimiento. Desperté sobresaltado por el teléfono. Un compañero de clase me invitaba a pasar el fin de semana en Palamós. Ya luego se me olvidó matarme.
Nada nos ata más que el tedio. De ahí el éxito del vínculo matrimonial.
Un hombre excitado deja de ser verosímil.
Me consumo de aburrimiento. Esto es muy estúpido, por mi parte; como si no supiera que la rutina es, precisamente, lo que permite separar al tiempo muerto del tiempo vivo. Yo me empecino en que TODO el tiempo sea tiempo vivo, y, como es de suponer, solo recojo cenizas.
La historia del mundo es la historia de la colaboración entre delincuentes y legisladores. Pero esta delicada verdad debe permanecer alejada del oído inocente.
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