"En la orilla" (Rafael Chirbes) Subrayadas (159)

12/11/23

Conseguir que te llegue a querer alguien que te desprecia o a quien le eres indiferente es bastante más difícil que tumbarlo a porrazos. Los hombres pegan por impotencia. Creen que pueden conseguir por la fuerza lo que no son capaces de conseguir con la ternura, con la inteligencia.

Como el pescado, como los cuerpos, las ilusiones mueren y apestan después de muertas y emponzoñan el entorno.

No hay que menospreciar la dosis de energía que se necesita para contarse uno mismo una mentira y para mantenerse en ella.

Con la edad, aumentan los conocimientos sobre lo desagradable de la vida, y, seguramente como mecanismo para hacerlos soportables, disminuye nuestra sensibilidad.

Te suicidas porque eres quien eres y no quien quisieras ser, te pegas un tiro porque no te soportas. Por puro odio. Para resistir, para seguir vivo, hace falta una buena dosis de idealismo. Capacidad para mentirse. Sólo sobreviven quienes consiguen creerse que son lo que no son.

Los hombres somos animales extraños, pensamos con lógica distinta a como sentimos y demasiadas veces lo que sentimos se opone a lo que necesitamos, el amor, la pasión, ésos son los sentimientos, o, por qué no, el odio, pueden llegar a ser nuestra ruina, y avanzamos hacia ella a sabiendas, pero necesitamos seguir haciéndolo, y nadie sabe explicar por qué eso es así.

El rencor es una buena manera de buscarte compañía segura, poder echarse en cara una noche sí y otra también las ofensas, eso concede estabilidad. La gente se lo piensa: ¿qué hacer? ¿Quedarse solo? Los oyes hablar y eso parece lo peor: quedarte solo. La soledad. El abandono. Palabras tristes, o amenazadoras. Terribles: ya verás lo que es la vejez, si cometes el error de quedarte soltero. Te asustan. Te dicen: como sigas así, te vas a quedar solo. Tremendo morir solo, como un perro, te dicen. Y ésa parece la peor desgracia; hay que morirse, sí, todo el mundo tiene que morirse, pero acompañado, no como un perro.

—La noche, ningún ruido, ninguna llamada telefónica, nadie que apriete el timbre a la puerta de casa. Esos momentos son los mejores del día —me dice, como si su noche no estuviera tan poblada de fantasmas como la de cualquiera que haya cumplido setenta años.

A los setenta años, a altas horas de la noche, en vez de las ideas geniales, te salen los muertos mal enterrados. ¿Y cuál está bien enterrado? Ni uno solo, todos se quedan con un miembro fuera. Con cada uno, no se sabe por qué, acabas teniendo una deuda pendiente que se quiere cobrar. A todos les has hecho algo que no deberías, o no les has hecho algo que sí deberías haber hecho.

Pues claro, hijo, qué te crees, que siempre he tenido esta cara de hogaza y este tambor en la barriga. Lo malo es que la mayoría de los que entonces llevaban collares de dientes de escualo o de conchas o cuello Mao, se han muerto o los han matado o han pasado la edad de jubilación, tienen nietos o biznietos, hiperglucemia, triglicéridos, colesterol, tres bypass, un marcapasos, varices, próstata y artrosis. O se desvelan de madrugada pensando en si vencerá o no vencerá la quimioterapia al cáncer de colon. Son viejecitos como yo, hogazas de pan, morcillas hinchadas, o dobles de Drácula en una película de serie B, delgadez grisácea, o amarillenta, arrugas verticales cruzando el rostro; provisión de calvas, mellas, desproporcionados dientes falsos y canas. Próstatas destrozadas, las huellas de las sesiones de radioterapia inscritas en la falta de brillo de la mirada, y en el aguzamiento de esos ojos pequeños y espantadizos que miran con precaución no vayan a tropezarse con la muerte. Caras de judíos pasados por el Auschwitz de la medicina contemporánea.

Si no sabes adónde vas ningún camino es bueno.

La lucha de clases se difuminó, se disolvió, la democracia ha sido un disolvente social: todo el mundo vive, compra y acude al hipermercado y a la barra del bar y a los conciertos que paga el ayuntamiento en la plaza.

Tu vida laboral completa no vale lo que le cuesta a Freixenet el anuncio de fin de año. Suicidio y crimen, la venganza del pobre.

Lecciones de educación sexual. Como si el sexo pudiera educarse, controlarse, y no fuera siempre inquietud. Yo no sé por qué dicen que es fuente de placer. Mienten y saben que mienten. La sabiduría popular lo ha tenido claro. Cuando alguien te dice que quiere joderte o darte por culo no está diciéndote precisamente que quiere proporcionarte placer. Te voy a poner mirando a La Meca, dicen, y puedes prepararte para lo peor.

Somos egoístas, y cobardes: aunque hace tiempo que pasó nuestra plenitud, nos emperramos en seguir viviendo, no nos parece nunca buen momento para desaparecer, fingimos no haber llegado al sitio desde el que no puede hacerse más que bajar, y luego nos quejamos de la degradación, de la porquería que es la vida, de esta resistencia química, medicalizada: comprimidos, sueros, drenajes, los tubos ventiladores metidos en la nariz, la sonda en el agujero de la polla.

Vino a verme a la carpintería, se puso delante de mí, del otro lado de la pulidora, y habló de la alegría de volver a la vida sencilla, intentando convencerme de lo dura que ha sido su carrera, viajando de gorra por todo el mundo, catando vinos del Médoc y la Borgoña, de Sudáfrica, de Australia, de California, roncando en hoteles de cinco estrellas, comiendo de gañote en restaurantes etoilés Michelin, y empeñado en esos juegos de lubricados émbolos que atrapan a los humanos en los cinco continentes.

Alguien dijo que creen en Dios los que menos motivos tienen.

Hace siglos que sabemos que no hay rico que sea generoso.

Ni el mal ni el bien vienen para quedarse, están con nosotros un rato, y luego se van, siguen su camino hacia otra parte, se ocupan de otra gente, de casas que no son la nuestra. La suerte es inestable.

Han cambiado las costumbres; hay otra sensibilidad, u otra vigilancia, más colaboración ciudadana, que es como ahora se llama a la práctica de la delación, cada vez más extendida. La población se afana en denunciar a quien esté cometiendo alguna infracción, por minúscula que sea.

La muerte es descanso, nos da miedo por desconocida, porque no sabemos qué pueda ser eso de no ser, pero hay que pensar que traerá descanso y ya está. Yo no quiero volver a encontrarme con este cuerpo dentro de un millón de años.

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