12/11/23
Conseguir que te llegue a querer alguien que te
desprecia o a quien le eres indiferente es bastante más difícil que tumbarlo a
porrazos. Los hombres pegan por impotencia. Creen que pueden conseguir
por la fuerza lo que no son capaces de conseguir con la ternura, con la
inteligencia.
Como el pescado,
como los cuerpos, las ilusiones mueren y apestan después de muertas y
emponzoñan el entorno.
No hay que menospreciar la dosis de energía que se
necesita para contarse uno mismo una mentira y para mantenerse en ella.
Con la edad, aumentan los conocimientos sobre lo desagradable
de la vida, y, seguramente como mecanismo para hacerlos soportables,
disminuye nuestra sensibilidad.
Te suicidas porque eres quien eres y
no quien quisieras ser, te pegas un tiro porque no te soportas. Por puro odio.
Para resistir, para seguir vivo, hace falta una buena dosis de idealismo.
Capacidad para mentirse. Sólo sobreviven quienes consiguen creerse que
son lo que no son.
Los
hombres somos animales extraños, pensamos con lógica distinta a como
sentimos y demasiadas veces lo que sentimos se opone a lo que
necesitamos, el amor, la pasión, ésos son los sentimientos, o, por qué no, el
odio, pueden llegar a ser nuestra ruina, y avanzamos hacia ella a sabiendas,
pero necesitamos seguir haciéndolo, y nadie sabe explicar por qué eso es
así.
El rencor es una buena manera de buscarte compañía segura, poder
echarse en cara una noche sí y otra también las ofensas, eso concede
estabilidad. La gente se lo piensa: ¿qué hacer? ¿Quedarse solo? Los oyes
hablar y eso parece lo peor: quedarte solo. La soledad. El abandono.
Palabras tristes, o amenazadoras. Terribles: ya verás lo que es la vejez, si
cometes el error de quedarte soltero. Te asustan. Te dicen: como sigas así, te
vas a quedar solo. Tremendo morir solo, como un perro, te dicen. Y ésa
parece la peor desgracia; hay que morirse, sí, todo el mundo tiene que
morirse, pero acompañado, no como un perro.
—La noche, ningún ruido, ninguna llamada telefónica, nadie que apriete
el timbre a la puerta de casa. Esos momentos son los mejores del día —me
dice, como si su noche no estuviera tan poblada de fantasmas como la de
cualquiera que haya cumplido setenta años.
A los setenta años, a altas horas de la noche, en vez de las
ideas geniales, te salen los muertos mal enterrados. ¿Y cuál está bien
enterrado? Ni uno solo, todos se quedan con un miembro fuera. Con cada
uno, no se sabe por qué, acabas teniendo una deuda pendiente que se quiere
cobrar. A todos les has hecho algo que no deberías, o no les has hecho algo
que sí deberías haber hecho.
Pues claro, hijo, qué te crees, que siempre he tenido
esta cara de hogaza y este tambor en la barriga. Lo malo es que la mayoría
de los que entonces llevaban collares de dientes de escualo o de conchas o
cuello Mao, se han muerto o los han matado o han pasado la edad de
jubilación, tienen nietos o biznietos, hiperglucemia, triglicéridos, colesterol,
tres bypass, un marcapasos, varices, próstata y artrosis. O se desvelan de
madrugada pensando en si vencerá o no vencerá la quimioterapia al cáncer
de colon. Son viejecitos como yo, hogazas de pan, morcillas hinchadas, o
dobles de Drácula en una película de serie B, delgadez grisácea, o
amarillenta, arrugas verticales cruzando el rostro; provisión de calvas,
mellas, desproporcionados dientes falsos y canas. Próstatas destrozadas, las
huellas de las sesiones de radioterapia inscritas en la falta de brillo de la
mirada, y en el aguzamiento de esos ojos pequeños y espantadizos que
miran con precaución no vayan a tropezarse con la muerte. Caras de judíos
pasados por el Auschwitz de la medicina contemporánea.
Si no sabes adónde vas ningún camino es bueno.
La lucha de clases se difuminó, se disolvió, la
democracia ha sido un disolvente social: todo el mundo vive, compra y
acude al hipermercado y a la barra del bar y a los conciertos que paga el
ayuntamiento en la plaza.
Tu vida laboral completa no vale lo que le cuesta a Freixenet el
anuncio de fin de año. Suicidio y crimen, la venganza del pobre.
Lecciones de educación sexual. Como si el sexo pudiera educarse,
controlarse, y no fuera siempre inquietud. Yo no sé por qué dicen que es
fuente de placer. Mienten y saben que mienten. La sabiduría popular lo ha
tenido claro. Cuando alguien te dice que quiere joderte o darte por culo no
está diciéndote precisamente que quiere proporcionarte placer. Te voy a
poner mirando a La Meca, dicen, y puedes prepararte para lo peor.
Somos egoístas, y
cobardes: aunque hace tiempo que pasó nuestra plenitud, nos emperramos
en seguir viviendo, no nos parece nunca buen momento para desaparecer,
fingimos no haber llegado al sitio desde el que no puede hacerse más que
bajar, y luego nos quejamos de la degradación, de la porquería que es la
vida, de esta resistencia química, medicalizada: comprimidos, sueros,
drenajes, los tubos ventiladores metidos en la nariz, la sonda en el agujero
de la polla.
Vino a verme a la carpintería, se puso delante de mí, del otro lado
de la pulidora, y habló de la alegría de volver a la vida sencilla, intentando
convencerme de lo dura que ha sido su carrera, viajando de gorra por todo
el mundo, catando vinos del Médoc y la Borgoña, de Sudáfrica, de
Australia, de California, roncando en hoteles de cinco estrellas, comiendo
de gañote en restaurantes etoilés Michelin, y empeñado en esos juegos de
lubricados émbolos que atrapan a los humanos en los cinco continentes.
Alguien dijo que creen en Dios los que menos motivos tienen.
Hace siglos
que sabemos que no hay rico que sea generoso.
Ni el mal ni el
bien vienen para quedarse, están con nosotros un rato, y luego se van,
siguen su camino hacia otra parte, se ocupan de otra gente, de casas que no
son la nuestra. La suerte es inestable.
Han cambiado las costumbres; hay otra sensibilidad, u
otra vigilancia, más colaboración ciudadana, que es como ahora se llama a
la práctica de la delación, cada vez más extendida. La población se afana en
denunciar a quien esté cometiendo alguna infracción, por minúscula que
sea.
La muerte es descanso, nos da miedo por desconocida, porque no
sabemos qué pueda ser eso de no ser, pero hay que pensar que traerá
descanso y ya está. Yo no quiero volver a encontrarme con este cuerpo
dentro de un millón de años.
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