12/1/24
Al principio de la detención lo más duro fue que
tenía pensamientos de hombre libre, por ejemplo, sentía deseos de estar en una playa y
de bajar hacia el mar. Al imaginar el ruido de las primeras olas bajo las plantas de los
pies, la entrada del cuerpo en el agua y el alivio que encontraba, sentía de golpe
cuánto se habían estrechado los muros de la prisión. Pero esto duró algunos meses.
Después no tuve sino pensamientos de presidiario. Esperaba el paseo cotidiano que
daba por el patio o la visita del abogado. Disponía muy bien el resto del tiempo.
Pensé a menudo entonces que si me hubiesen hecho vivir en el tronco de un árbol
seco sin otra ocupación que la de mirar la flor del cielo sobre la cabeza, me habría
acostumbrado poco a poco. Hubiese esperado el paso de los pájaros y el encuentro de
las nubes como esperaba aquí las curiosas corbatas de mi abogado y como, en otro
mundo, esperaba pacientemente el sábado para estrechar el cuerpo de María. Después
de todo, pensándolo bien, no estaba en un árbol seco. Había otros más desgraciados
que yo. Por otra parte, mamá tenía la idea, y la repetía a menudo, de que uno acaba
por acostumbrarse a todo.
Entre el jergón y la tabla de la cama había encontrado, en efecto, casi pegado al
género, un viejo trozo de periódico, amarillento y transparente. Relataba un hecho
policial cuyo comienzo faltaba pero que había debido ocurrir en Checoslovaquia. Un
hombre había partido de un pueblo checo para hacer fortuna. Al cabo de veinticinco
años había regresado rico, con su mujer y un hijo. La madre y una hermana dirigían
un hotel en el pueblo natal. Para sorprenderlas, había dejado a la mujer y al hijo en
otro establecimiento y había ido a casa de la madre, que no le había reconocido
cuando entró. Por broma, se le ocurrió tomar una habitación. Había mostrado el
dinero. Durante la noche, la madre y la hermana le habían asesinado a martillazos
para robarle y habían arrojado el cuerpo al río. Por la mañana había venido la mujer y
sin saberlo, había revelado la identidad del viajero. La madre se había ahorcado. La
hermana se había arrojado a un pozo. Debo de haber leído esta historia miles de
veces. Por un lado era inverosímil; por otro, era natural. De todos modos, me parecía
que el viajero lo había merecido en parte y que nunca se debe jugar.
Al salir del Palacio de
Justicia para subir al coche reconocí en un breve instante el olor y el color de la noche
de verano. En la oscuridad de la cárcel rodante encontré uno por uno, surgidos de lo
hondo de mi fatiga, todos los ruidos familiares de una ciudad que amaba y de cierta
hora en la que ocurríame sentirme feliz. El grito de los vendedores de diarios en el
aire calmo de la tarde, los últimos pájaros en la plaza, el pregón de los vendedores de
emparedados, la queja de los tranvías en los recodos elevados de la ciudad y el rumor
del cielo antes de que la noche caiga sobre el puerto, todo esto recomponía para mí un
itinerario de ciego, que conocía bien antes de entrar en la cárcel. Sí, era la hora en la
que, hace ya mucho tiempo, me sentía contento. Entonces me esperaba siempre un
sueño ligero y sin pesadillas. Y sin embargo, había cambiado, pues a la espera del día
siguiente fue la celda lo que volví a encontrar.
Pero levantó la cabeza bruscamente y me miró de frente: «¿Por qué», me dijo,
«rehúsa usted mis visitas?» Contesté que no creía en Dios. Quiso saber si estaba bien
seguro y le dije que yo mismo no tenía para qué preguntármelo; me parecía una
cuestión sin importancia. Se echó entonces hacia atrás y se recostó contra el muro,
con las manos en los muslos. Casi sin que pareciera hablarme, observó que a veces
uno creía estar seguro cuando, en realidad, no lo estaba. Yo no decía nada. Me miró y
me preguntó: «¿Qué piensa usted?» Contesté que quizá fuera así. Quizá no estaba
seguro de lo que me interesaba realmente, pero en todo caso, estaba completamente
seguro de lo que no me interesaba. Y, justamente, lo que él me decía no me
interesaba.
0 comentarios:
Publica un comentario