22/10/08
El chico que repartía pizzas con moto propia entró en el deteriorado ascensor de puertas de madera y allí le recibió la sonrisa de una chica morena de dientes muy blancos, que le preguntó ¿a qué piso vas?. Al séptimo, contestó él, con el sabroso alimento caliente en la mano esparciendo su intenso olor a queso y pepperoni por el pequeño habitáculo, que comenzaba a moverse. Cómo huele, dijo ella. Sí, contestó él, y además a estas horas...–eran las 10 de la noche-.
Poco antes de alcanzar el quinto piso, planta cuyo botón ella había pulsado, el ascensor se paró, estropeado. Él apretó todos los botones posibles: el de parada, el del bajo, el de todos los pisos. Nada. No tuvo más remedio que pulsar el botón amarillo de la campana, pero nadie hizo caso. Finalmente llamaron con el móvil de ella al teléfono de 'Averías 24 h.' que figuraba en la placa que coronaba los botones. Un técnico les dijo que acudiría en cuanto le fuera posible, pero nunca antes de dos horas. Ambos jóvenes, lejos de desesperarse, se encogieron de hombros y ella dijo, bueno, por lo menos tenemos cena ¿no?.
Durante las dos horas no pararon de hablar, y él, un par de veces que la ocasión lo propició, estuvo a punto de proponerle quedar un día en mejores circunstancias, pero no reunió la confianza en sí mismo para hacerlo. Finalmente, a los dos horas, como les habían prometido, arreglaron el ascensor. Se dieron dos besos, y él sólo acertó a decir, a modo de despedida, si pides algún día pizza, te la traeré yo. Se sintió súbitamente ridículo. Apretó el botón de bajada y salió de allí con una mezcla de sentimientos que le cosquillearon el corazón durante unos pocos días. x Lorién Sottonero
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