30/11/08
Me encontré a Teresa observando una pintura en la iglesia de Santa Croce en Florencia. Sabía que era española porque había coincidido con ella en el avión y después en el hall de mi mismo hotel, así que decidí hablar con ella.
- ¿Es bonito, no?
- Es mucho más que eso...
De repente se puso pálida, pronunció unas frases inconexas y dio síntomas de que se iba a desmayar. La agarré por debajo de los brazos, y la tumbé en un banco de la iglesia.
Ninguno de los dos habíamos oído hablar del síndrome de Stendhal cuando el médico que la atendió reconoció los síntomas. Pero ella no le dio ninguna importancia, ni siquiera credibilidad.
Desde ese día, no nos separamos más que para dormir. Comimos bocadillos mientras nos pateábamos toda la ciudad, nos hicimos mil y una fotos, casi todas separados y alguna juntos previa petición a algún otro turista. Descansamos en bancos de parques, nos sentamos en terrazas, cenamos pasta a la luz de las velas de restaurantes románticos. Y al llegar a la habitación, por la noche, cada uno se iba a su habitación, agotados tras 15 horas de exprimir intensamente la fantástica ciudad que habíamos decidido visitar y que accidentalmente nos había unido.
La mañana del día de nuestra vuelta fuimos a ver la galería de los Uffizi, que habíamos dejado para el final para irnos con el mejor sabor de boca posible. Y allí, entre Tintorettos y Giorgiones, Botticellis y Tizianos, Teresa volvió a sufrir fuertes palpitaciones y respiración entrecortada. De nuevo tuvo que sentarse para no caer redonda. Pero esta vez, al salir del lugar sintió una fortísima atracción que no supo cómo describir, sólo dijo que sintió que era como si viniese de debajo de la tierra. Y lo que fuera que le sucediese la dejó sin fuerzas para coger su avión y, lo que es más, sin voluntad para poder salir de aquella ciudad en muchísimo tiempo. x A. Hurtado
- Es mucho más que eso...
De repente se puso pálida, pronunció unas frases inconexas y dio síntomas de que se iba a desmayar. La agarré por debajo de los brazos, y la tumbé en un banco de la iglesia.
Ninguno de los dos habíamos oído hablar del síndrome de Stendhal cuando el médico que la atendió reconoció los síntomas. Pero ella no le dio ninguna importancia, ni siquiera credibilidad.
Desde ese día, no nos separamos más que para dormir. Comimos bocadillos mientras nos pateábamos toda la ciudad, nos hicimos mil y una fotos, casi todas separados y alguna juntos previa petición a algún otro turista. Descansamos en bancos de parques, nos sentamos en terrazas, cenamos pasta a la luz de las velas de restaurantes románticos. Y al llegar a la habitación, por la noche, cada uno se iba a su habitación, agotados tras 15 horas de exprimir intensamente la fantástica ciudad que habíamos decidido visitar y que accidentalmente nos había unido.
La mañana del día de nuestra vuelta fuimos a ver la galería de los Uffizi, que habíamos dejado para el final para irnos con el mejor sabor de boca posible. Y allí, entre Tintorettos y Giorgiones, Botticellis y Tizianos, Teresa volvió a sufrir fuertes palpitaciones y respiración entrecortada. De nuevo tuvo que sentarse para no caer redonda. Pero esta vez, al salir del lugar sintió una fortísima atracción que no supo cómo describir, sólo dijo que sintió que era como si viniese de debajo de la tierra. Y lo que fuera que le sucediese la dejó sin fuerzas para coger su avión y, lo que es más, sin voluntad para poder salir de aquella ciudad en muchísimo tiempo. x A. Hurtado
0 comentarios:
Publica un comentario