Actores quemando las naves

25/7/13

No hay retirada posible. No hay salida. Como Custer rodeado por los indios. Mejor, como Terry Jones en la opípara comilona Monty Pythoniana de El sentido de la vida. Como los Blues Brothers, estos actores están en una misión divina. Se trata de zamparse todo lo zampable: el marisco, los chuletones, las tartas gigantes, pizzas monstruosas, algún cigarrito de la risa, combinándolo con abundante pastillamen y el mejor whiskey, ron o ginebra que haya a mano.

El orondo Roscoe Fatty Arbuckle sólo tenía una botella de Coca-Cola en la mano cuando reventó el clítoris de Virginia Rappe y su carrera estalló con él, tal y como lo contó James Ivory en Fiesta salvaje (“The wild party”). A Errol Flynn también le gustaban las jovencitas, los jovencitos, el alcohol, el tabaco y las drogas. Acabó pronto, aparentando más de los cincuenta años que recién había cumplido. Se trata de actores quizá con una esposa y seguramente con varias amantes, que idealmente no se conocen. Una bomba de relojería en la que no importa tener cincuenta millones de dólares en tu cuenta corriente. Hay algo que los empuja, que los persigue, que les incita al desenfreno. Aunque revienten.

Con la cervecita fresca en la mesa, Doctor Sugrañes trae la inspiración y recuerda a Chris Farley. ¿Y éste quien era? Sí, sí, me lo recuerda. Aquel tipo de humanidad desbordante y estómago insaciable y ganas de comerse la vida, aquel de “Beverly Hills Ninja”, también conocida como “La salchicha peleona”. De la cantera de Saturday Night Live, adoraba al dios John Belushi, quiso emularle y desapareció debido a un jamacuco producido por opio, cocaína y excesos varios. Como Belushi, con 33 años.

En este club de actores más grandes que todo, gigantescos, homéricos, el canadiense John Candy, al que su médico le había sugerido regular su peso. Pero la noche en que falleció había estado cocinando lasaña para sus amigos. El también tenía ese virus de la genialidad y el desenfreno, que a veces se mezclaban explosivamente para hacerle la vida imposible a Steve Martin en “Mejor solo que mal acompañado” (“Planes, Trains & Automobiles”) o demostrar que en drama podía comerse, literalmente, a Kevin Costner, si se lo proponía (“JFK”).

No la espicharon pero desaparecieron del mapa las curvilíneas Kelly McGillis y Kathleen Turner, que siguieron la dieta de empinar el codo y el resto de su cuerpo se vino abajo. Quizás Linsay Lohan debería mirarse menos en el espejo de Amy Winehouse y más en el de aquellas dos vacas sagradas del erotismo ochentero cuya corpulencia ya no es tan sacra…

Se nos fue Gandolfini, monstruo cinematográfico inquietante en numerosos papeles de reparto, Tony Soprano en televisión. No es difícil pensar en los grandes papeles que hubiera hecho si no hubiera decidido comer abundantes fritos en una cena en un hotel italiano regándolo con ocho bebidas alcohólicas. La dieta de Orson Welles tampoco es que fuera muy eficaz: el médico le recomendó, en los tiempos del Mercury Theatre, que comiera carne de ave y él encargaba dos pollos enteros para el almuerzo, tal y como evocaba Tim Robbins en “Abajo el telón” (“Cradle will rock”). ¿Cuántas noches seguiría James ese menú? No importa, sólo importaba ese virus que algunos han sabido controlar mejor, como Gerard Depardieu, quizá el mejor actor del mundo, el actor total, pero que se come la vida, que sabe que es la vida lo que importa, no el cine, visitar bodegas de vino, cambiar la nacionalidad francesa por la rusa, quemar las naves. x Sergio Casado/ Carlos Gracia

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