11/9/19
El escritor Sándor Márai nació en Hungría en el año 1900. Entre 1986 y 1987 mueren su mujer, su hijo y sus tres hermanos. Su diario de los años 1984-1989 lo escribió a máquina, pero la última nota (de 15 de enero de 1989: "Estoy esperando el llamamiento a filas; no me doy prisa, pero tampoco quiero aplazar nada por culpa de mis dudas. Ha llegado la hora") está escrita a mano. En la última carta enviada a su editor, István Vörösváry, escribe lo siguiente: "Lo siento mucho, ya no puedo más. La debilidad no desaparece y, de seguir así, pronto tendrán que ingresarme. Quisiera evitarlo. Gracias por vuestra amistad. Cuidaos mucho. Os deseo todo lo mejor. Sándar Márai.". Se suicidó el 21 de febrero de un disparo en la cabeza. Conforme a su testamento, sus cenizas fueron esparcidas en el mar.
Están son, en dos partes, algunos de los apuntes de su diario.
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1984
Gran cansancio. Vitamina C en cantidades ingentes. Lectura:
poemas, historia de la literatura húngara. Quietud si
pienso en la muerte. Inquietud si pienso en el morir.
Hoy en día, el escritor que intenta crear algo diferente de lo
que la industria de consumo produce para alimentar a los
lectores es como el cojo que anda con prótesis, pero de todas
formas intenta presentarse a una carrera de cien metros.
El comunismo es una tragedia, pero el enemigo
real son siempre los hipócritas mezquinos, disfrazados de
«nacionalistas»: la derecha.
Una revista católica de Hungría (su existencia se debe a razones
tácticas) publica los diarios de Gyórgy Rónay, un
poeta y esteta fallecido recientemente que se consideraba
católico a ultranza. El autor se declara con insistencia creyente
incondicional: cree en todo lo que la religión afirma,
cree a toda costa... Este poeta honrado, culto y de gran talento
es sin duda sincero cuando afirma que «cree»; sin embargo,
esta fe llorona, espasmódica y vocinglera podría considerarse
eso que suele denominarse una «huida hacia delante». Tamaño
fervor sólo puede apuntar a una necesidad de escapar
de algo. Por ejemplo, del miedo a la muerte. No confío
en esta fe, en la insistencia lastimera de que existe la Providencia,
de que sólo existe la Providencia... Muy de mayor
he llegado a no creer en nada, aunque tampoco descarto
nada. Espero que el universo obedezca a una conciencia,
aunque eso es sólo una esperanza, y acaso no del todo sincera.
Toda religiosidad sectaria y fundamentalista me evoca las
palabras de Gide, quien escribió: «Paul Claudel piensa que
se puede llegar al cielo en coche-cama.»
Una agenda antigua. Sólo encuentro la dirección de tres
personas vivas, los demás se marcharon sin dejar dirección,
están muertos.
Siento una flojedad como la que se experimenta antes de
la muerte, cuando uno ya ni protesta. Todavía puedo andar,
pero sólo con la ayuda de un bastón. Sin embargo,
sigo escribiendo y pensando, aunque también con bastón.
Se debate sobre la relación proporcional entre los rasgos
heredados y los adquiridos. Los partidarios del determinismo biológico insisten en que el ochenta por ciento de
las características y capacidades humanas son congénitas y
sólo el veinte se aprende del entorno, la educación o las experiencias.
Los incondicionales de la cultura lo niegan; si
bien la personalidad radica únicamente en los genes, el entorno
forma lo demás. Acaso tengan razón los primeros,
porque el ser humano no sólo hereda y transmite el estímulo
para desarrollar sus capacidades, sino también la similitud
física y las características orgánicas. Por otra parte, cabe considerar
que el ser humano es fenómeno y acción: hereda una
manera de ser que luego va conformando.
Todas las noches, antes de apagar la luz, saboreo una copa
de Marco Aurelio (en francés), la meditación del Libro IV:
«Bien ne vient du néant, comme rien ne retourne au néant»
[Nada viene de la nada, como tampoco nada desemboca en
lo que no es]. Perfecto. Sin embargo, hay una sola cosa -la conciencia- que viene de la Nada y después de darse una vuelta, regresa a la Nada.
En el ADN, los cromosomas forman
una especie de hilo enroscado sobre sí mismo; hay más de
mil o diez mil genes en la milésima parte de un milímetro.
Como agnóstico, debo preguntarme por qué usa la naturaleza
tales medios infinitamente complejos para crear.
Karinthy pensaba: «Ya que no puedo decírselo a nadie / se
lo diré a todos.» En medio de este sinsentido vocinglero
que es el eco de las masas, prefiero lo siguiente: «No puedo
decírselo a todos, pues no se lo diré a nadie.»
Vivimos día a día, tambaleándonos,
a tientas a orillas del Pacífico. Leer constituye un
esfuerzo vano, escribir ya es simplemente un acto compulsivo.
Todos los que me importaban están muertos, masacrados.
Si la muerte nos llegara a la vez,
juntos, sería el mayor regalo para los dos. Este año se han
ido los últimos conocidos que me quedaban. No me opongo
al hecho de irme, sólo me inquieta el modo. No queda
más que confiar en el destino. Hemos vivido ya una vida
entera.
Lecturas en las últimas semanas: Aristóteles, el capítulo sobre
el alma en la edición completa inglesa en dos volúmenes.
No creía en la existencia separada del alma; el cuerpo y el
alma sólo son imaginables juntos; si el cuerpo desaparece,
el alma se desvanecerá.
1985
La vida es casual, no tiene sentido ni utilidad alguna. La
muerte es la consecuencia inevitable de la casualidad, y tampoco
tiene sentido ni utilidad.
Para Schopenhauer, los «bípedos» —excepto él mismo y
tal vez Kant— eran parásitos mezquinos, bestiales, codiciosos
e ignorantes. Y la gran mayoría sin duda lo es. Sin
embargo, parece olvidar que no es la mayoría la que cuenta,
sino siempre y en todos los tiempos aquellos pocos que son
diferentes.
Hoy hace ochenta y cinco años que vi la luz de este planeta.
En semejante fecha el ser humano piensa en la muerte de
manera diferente de como lo ha hecho en los ochenta y
cinco años precedentes. El hombre siempre es consciente
de la muerte, considera que ésta forma parte natural del argumento
incomprensible y complejo de la existencia, pero
sólo de una forma intelectual. Después viene un periodo en
el que uno asume que morirá. No es un sentimiento trágico,
sino más bien un sosiego, como lo que se experimenta
cuando se llega a comprender un misterio tras muchas cavilaciones.
Llevo tres semanas cuidando a L. día y noche. En la habitación
del enfermo, como en la cárcel, el tiempo no existe.
Día y noche, horas y minutos se funden en una sola línea.
La enfermedad es volumen, como el tiempo.
¿Qué puede aportarme la vejez, aparte de la mera existencia?
Nada. Comprendo a los que anticipan su fin.
En general los mamíferos piensan que la propiedad privada
es un derecho natural.
Me gustaría sentir nostalgia por algo... por un paisaje, por
un viaje, por una ciudad, por alguien. Pero ya no puedo permitirme
el lujo de ser nostálgico. ¡Me basta con ser!
A veces pongo la radio y sale un locutor de un evento deportivo,
vociferando atropelladamente quién, cuánto y
dónde ha saltado alguien o ha marcado un tanto. Eso es lo
que escuchan las masas. Las emisiones deportivas son la
arteriosclerosis absoluta de una civilización.
Pero todo eso carece de importancia, puesto que ya no
queda esperanza alguna. Aunque a veces los dioses descargan
un golpe, tiembla la tierra, se desbordan las aguas, caen
relámpagos, eso es sólo un interludio ocasional. Lo constante
es la mezquindad, la avaricia, la vanidad, la malicia, la
crueldad humana. Estoy cansado, ya no rechazo la muerte.
No la deseo, pero tampoco la rechazo.
En los pasillos del hospital y por las puertas abiertas de las
habitaciones se hace patente la existencia del orco. Lo que
Esquilo le contó a Ulises sobre el orco. Ancianos en sillas
de ruedas, atados con una correa por la cintura, caídos hacia
delante, con la lengua fuera. La gran prueba de la vida
no es la muerte, sino el morir. Sin embargo, hay algo obsceno
en la enfermedad y la muerte. El reverso de lo corporal
es lascivo y abominable.
No resulta fácil comprender el hecho de que en la vida
el mayor misterio no es la muerte, sino el morir. Y todo ars
moriendi es fantasmagórico, tal arte no existe. La enfermera
dice que su madre, que tiene noventa y siete años, se ha quedado
ciega, pero «lo hace todo sola, a tientas». El horizonte
humano no tiene limites.
Venimos de la nada y desaparecemos
en la nada; lo demás son fantasmagorías infantiles.
Lo que ocurre mientras dura es a veces maravilloso, pero
inexcusablemente inútil y absurdo. Aunque lo he sabido
desde siempre, durante esta noche en el hospital de San
Diego he llegado a conformarme con ello. Si estuviéramos
en casa acabaría con los dos. Aquí no puedo hacerlo. Tal
vez sea pura cobardía.
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