7/11/19
Mi amigo F. se acaba de enterar, treinta años después,
de que su padre se suicidó. Creía que había muerto de una
neumonía. La noticia, facilitada por su hermano mayor, lo ha
sumido en el desconcierto. Se pregunta si el suicidio de su progenitor
autoriza el suyo. Me lo cuenta en la terraza de una cafetería,
al caer la tarde, frente a sendos vodkas con tónica. No sé
qué decirle.
A mis alumnos del
taller de escritura, en general, les da pereza escribir. En realidad
no quieren escribir, quieren haber escrito.
El domingo por la tarde tiene un peso específico,
nunca mejor dicho, un peso que la memoria todavía es
capaz de reproducir y que se nota sobre todo en el estómago. El
peso del miedo.
¿A qué edad el cuerpo se convierte, no ya en un tema
de conversación, sino en «el tema» de conversación? He comido
con un par de amigos con los que en otro tiempo intercambiaba
opiniones existenciales, literarias o de carácter político. Hoy nos
hemos pasado la comida hablando del cuerpo humano.
Leo que la tristeza aumenta las posibilidades de
sufrir un infarto. De ser cierto, yo tendría que haber muerto a los
siete u ocho años.
Si se habla tanto del sentido de la vida, es porque
no lo tiene.
Fue él quien tomó la decisión de separarse, de
la que se arrepintió al día siguiente. Ya era tarde: su mujer se
había acostumbrado a vivir sola en veinticuatro horas y no estaba
dispuesta a renunciar a los placeres recién descubiertos de la
casa vacía y la tapa del retrete bajada.
Somos millonarios
en segundos, pero pobres en años.
Al cerrar la ventana, porque hacía frío, me di
cuenta de que cerraba también la puerta del verano. No pasaría
nada de no ser por las putas Navidades. Ya estan prácticamente
ahí.
En las ciudades con grandes avenidas los callejones
cobran una importancia especial. La pregunta es si el pensamiento
nace en las grandes avenidas y se transmite a los callejones
o al revés. La biografía de cada uno de nosotros está compuesta
de bulevares y de estrechos pasajes. Cuando se la contamos al
pasajero de al lado, en el avión o en el tren, describimos con
precisión los bulevares (lo que estudiamos, con quién nos casamos,
los hijos que tuvimos...). ¿Pero dónde habita el significado,
en los bulevares o en los pasajes? Cuando uno se deja caer sobre
el diván del psicoanalista, comprende que el sentido se encuentra allí donde no se busca. El sentido siempre está en la periferia.
El desaliento es un animal invisible con el que a
temporadas nos levantamos y nos acostamos.
No se puede perder la razón sin tenerla.
Me cuentan de un hombre que sufrió un ictus y
que, viajando a Lourdes para solicitar su curación, murió de un
accidente en el camino. Con él falleció también su padre, que
conducía el automóvil. Una especie de milagro inverso, me digo.
La persona que me relata los hechos, muy creyente, se muestra
perpleja. Estaba convencida de que la ruta que conduce al conocido
santuario disponía de una protección especial, de carácter
divino, que la libraba de todo tipo de percances. Ahora está intentando
que la Dirección General de Tráfico le dé las cifras de
fallecidos en esa ruta.
—¿Para qué? —le pregunto.
—No estoy seguro —dice.
Conviene partir del hecho de que no hay solución. Para nada. No hay solución para nada. La vida no tiene
solución, la vida no es un problema del que conoces unos datos de los que debes deducir otros. Una vez que aceptas ese hecho,
que no hay solución, te hacen menos daño las atrocidades que
contemplas a diario. No hay solución, te dices. Buenas noches.
La mayoría de la gente preferiría
perder el dedo pequeño del pie izquierdo a extraviar el móvil. El
móvil, en la actualidad, contiene más información que el hígado o los pulmones de su dueño.
Vivimos con la fantasía
de estar informados. Incluso sobreinformados. La sobreinformación es uno de los síntomas de la desinformación.
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