15/3/20
No se explicaba cómo era posible que los años hubiesen
pasado por su vida campo a través, livianos y efímeros, sin
dejar huella.
Borro de mis mapas todo lo que me hiere. Los lugares donde tropecé, caí, fui golpeada, humillada, ofendida, ya no aparecen, han dejado de existir.
De este modo borré unas cuantas grandes urbes y toda una provincia. Quizá llegue el día en que borre un país entero.
La noche no termina nunca, extiende siempre su poder sobre alguna parte del mundo.
Desde que cumple los treinta, el ser humano empieza a
encogerse poco a poco.
Claro que se acuerda de aquella noche de junio: con la
edad la memoria empieza a abrir poco a poco sus abismos
holográficos, un día tira del siguiente, como con una cuerda,
y de este emergen horas y minutos. Las imágenes estáticas se
ponen en movimiento, primero despacio, repitiendo una y
otra vez los mismos momentos, y todo recuerda a la labor de
sacar esqueletos antiguos de la arena: primero se ve un solo
hueso, pero el pincel no tarda en descubrir otros; finalmente
sale a la luz toda la compleja estructura: las articulaciones, las
conexiones, la construcción en la que se apoya el cuerpo del
tiempo.
Le sorprendía que las personas tuviesen esa tendencia a visitar los lugares de su juventud por voluntad propia. ¿Qué buscarían, de qué se cerciorarían: de que habían vuelto a pisarlos? ¿De si habían hecho bien en abandonarlos? Tal vez las empujaba la esperanza de que el recuerdo exacto de los lugares de antaño funcionara como una cremallera, creando una sutura metálica que, diente tras diente, uniera el pasado y el futuro en una superficie estable.
En los últimos años se dio cuenta de que, pura y simplemente, bastaba con ser una mujer de mediana edad, sin ningún rasgo distintivo, para volverse invisible en el acto. No solo para los hombres, también para las mujeres, porque estas ya no la consideraban una rival en competición alguna. Una sensación nueva y sorprendente: notaba cómo las miradas de la gente se deslizaban por su cara, sus mejillas y su nariz sin siquiera rozarlas. Esas miradas atravesaban su cuerpo y la gente debía de ver a través de él anuncios, paisajes urbanos, horarios de transporte público. Estaba claro, se había vuelto transparente, y pensó que en el fondo la invisibilidad no era mala, que ofrecía grandes posibilidades; solo tenía que aprender a aprovecharlas. En una situación dramática nadie la recordaría, los testigos declararían: «una mujer como tantas...», «había alguien más por ahí...». Los hombres son más implacables en estos asuntos que las mujeres, que a veces se fijan en un pendiente; ellos, en cambio, no ocultan nada: su mirada no dura más que un segundo. De cuando en cuando algún niño, por una razón inexplicable, clavaba la vista en sus ojos, examinaba su rostro con meticulosa indiferencia para, a continuación, volver la cara hacia... el futuro.
Al pasar por estas ciudades, ya sé que finalmente tendré que detenerme en alguna por más tiempo, tal vez incluso instalarme. Las sopeso en la cabeza, las comparo y evalúo, y siempre me da la impresión de que cada una de ellas está o demasiado lejos o demasiado cerca. De manera que todo parece confirmar la existencia de un punto fijo en torno al cual realizo mis circunvalaciones.
Demasiado lejos ¿de qué? Demasiado cerca ¿de qué?
Lo que no se recuerda, es que nunca existió.
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