"El guitarrista" (Luis Landero) Subrayadas (131)

4/11/21

La vida es un negocio que no cubre gastos, porque nunca la recompensa obtenida está acorde con el ahínco y el desvelo que el hombre invierte en su existencia.

Porque, al morir, con cada uno de nosotros mueren las imágenes y los recuerdos que tenemos de los demás, y por eso cuando alguien muere mucha gente muere un poco con él.

Gentes así, gentes de paso, yo he conocido a muchas en la vida. A todos nos ocurre. Gente que llega, levanta su tinglado junto al nuestro, iniciamos una relación donde no faltan los planes, las promesas, la presunción de un futuro común, se traban nuestros días en un único nudo de aconteceres, y luego de pronto uno de los dos desaparece para siempre arrastrado por cualquier contingencia y ahí se cierra la historia. Según pasan los años, uno comprende cada vez mejor que el grueso de la vida es una suma de experiencias inconexas y apenas esbozadas.

Todo en él parecía el sobrante del suicidio, como si fuese ya un ánima en pena y nada tuviera que temer: Y nada que perder o ganar. Todo le daba igual. Le gustaba armar broncas. Y para él no había valores, ni creía en las ideas. No creía en nada pero hablaba de todo con pasión. Aquel hombre tenía fe en el desencanto.

Y ahora me pregunto cómo sería aquel hombre al que la memoria ha descarnado hasta dejarlo convertido en inscripción borrosa o en silueta. ¿Con qué criterio la memoria selecciona los rasgos que han de sobrevivir y representar todo cuanto en su tiempo fue completo y real?

Quizá en aquel momento yo estaba descubriendo ese tipo de amor que no necesita nada sino a él mismo para subsistir, y que puede prescindir incluso de la amada una vez que ésta ha cumplido su papel de desencadenante del prodigio. El amor que, más que cumplirse, ansía entregarse cuanto antes a la desesperación de un imposible.

Yo empezaba a intuir que así es como la vida nos mueve y nos enreda, y nos fatiga sin desmayo, porque si no alcanzamos lo que anhelamos, el corazón lo perseguirá cada vez con más saña, pero si lo logramos, o creemos lograrlo, añoraremos el anhelo que poníamos en la persecución. ¡Entonces sí éramos jóvenes e incansables! Entonces, siempre entonces. Porque otra de las trampas de la vida que acaso me tocó descubrir en aquella época es la de poner el sueño al alcance de la nostalgia, de hacernos creer que el tiempo nos ha robado lo que nunca tuvimos, de forma que la sensación de plenitud va siempre unida a un cierto sentimiento de pérdida. Y en todas partes encontramos las huellas de lo que nos arrebataron o nos prometieron, incitándonos así a la búsqueda pero condenándonos sólo al carroñeo sentimental. Y quizá por eso el tiempo más propicio para que ese espejismo nos parezca próximo y real sea la espera, cuando las promesas están intactas y todo está por suceder pero nada se ha consumado aún. Cuando todo se hace y se deshace en un trajín de instantes que, como las olas del mar, nunca empiezan ni nunca tienen fin.

Si se piensa mucho en el futuro, uno se hace cobarde y no se atreve ya a arriesgar. El futuro casi siempre está lleno de monstruos.

¿Qué pasa cuando se tiene el afán pero no el talento? ¿Qué pasa entonces? Cuando uno tiene vocación, voluntad, paciencia, y siente muy adentro el bullir y el empuje de su mundo interior, y hay algo que necesita decir, imperiosamente, y vendería su alma por decirlo, y cree en cada momento que está a punto de decirlo, y sin embargo no es capaz, porque le falta el don, el resplandor, el talento para expresar todo eso sobre el papel. ¿Qué pasa entonces?

Es más fácil luchar contra un rencor que contra la amargura y la nostalgia del gran amor que pudo ser pero se malogró por pura cobardía en el último instante.

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