18/12/23
Hablaban poco, pero pasaban mucho tiempo juntos, sumido cada
cual en su propio abismo, aunque sintiéndose sostenidos y salvados por el
otro, sin necesidad de muchas palabras.
Odiaba que todo lo que hacía se le antojara irremediable, definitivo.
Lo llamaba «el peso de las consecuencias» y estaba convencida de que era
otro de los fastidiosos rasgos paternos que con los años arraigaban más y
más en su ser. Envidiaba rabiosamente la despreocupación de las chicas de
su edad, su frívolo sentido de inmortalidad. Deseaba poseer la ligereza que
correspondía a sus quince años, pero cuando trataba de alcanzarla no sentía
sino la furia con que volaba el tiempo. Y el peso de las consecuencias se
volvía insoportable y sus pensamientos empezaban a dar vueltas cada vez
más rápido, en círculos más y más estrechos.
Alice esperaba que
todo acabara cuanto antes y no se sentía culpable. Su madre ya vivía en ella
en forma de recuerdo, como un grano de polen que se hubiera posado en
algún rincón de su memoria, donde permanecería el resto de su vida
convertida en unas cuantas imágenes sin sonido.
Ya no supieron qué más decirse, aunque no colgaron de inmediato.
Ambos aspiraron un poco de aquel afecto que aún pervivía entre ellos, un
afecto que se diluía en cientos de kilómetros de cable coaxial y al que
alimentaba algo cuyo nombre ignoraban y que, bien pensado, quizá ni
existía ya.
Venía sintiéndose más y más extraña a aquel lugar, padeciendo más
aquel frío que secaba la piel y que ni siquiera en verano remitía del todo.
Pero tampoco se decidía a marcharse, porque a esas alturas dependía de
aquel mundo, se había atado a él con la obstinación con que uno se ata a las
cosas que lo perjudican.
Sólo entre los libros del salón vio
algunos huecos, espacios negros que hablaban del hundimiento de un
mundo; mirándolos, Alice comprendió por primera vez que la separación
era un hecho, una realidad cruda, práctica, objetiva.
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